miércoles, 10 de mayo de 2023

De Nueva Galicia a Jalisco

Mapa de Jalisco en 1908
Como marco por los 200 años del estado de Jalisco, el siguiente artículo menciona la participación de Colotlán y su territorio para la conformación del Estado de Jalisco, información destacable para los habitantes de este territorio norteño de la entidad.

El texto de José María Muría, del Colegio de Jalisco, apareció en la Revista Internacional de Ciencias Sociales y Humanidades, SOCIOTAM, vol. XVI, núm. 2, julio-diciembre, 2006, pp. 31-49 de la Universidad Autónoma de Tamaulipas, Ciudad Victoria, México. Aquí se reproduce íntegro:

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En el occidente de México, más que por su tamaño, el estado de Jalisco sobresale por la rareza de su contorno, el cual es causa de no pocas confusiones sobre el terreno mismo, con las consecuentes perturbaciones que se producen entre los habitantes de las zonas colindantes con las entidades vecinas. Algunas de ellas han llegado a ser de extrema gravedad, además de que complican la gestión administrativa gubernamental del estado (Mapa 1).

Tal peculiaridad y aparente falta de lógica, de un talante similar a la del estado de Tamaulipas, se debe, en ambos casos, a un desarrollo histórico que, según los intereses de diferentes grupos de poder internos y externos, ha ido moldeando paulatinamente la rareza de sus términos.

Independientemente de pequeños cambios en sus fronteras, la última mutación territorial de importancia mayor en Jalisco se con- sumó en octubre de 1884, cuando el Congreso de la Unión aprobó convertir en territorio de la Federación lo que había sido el VII Cantón de Jalisco, con cabecera en Tepic, y formado por los departamentos de Acaponeta, Santiago, Compostela, Ahuacatlán, San Luis y Tepic mismo.

El conflicto de intereses que dio lugar a dicha separación se había empezado a manifestar con cierta consistencia desde 1846, cuando incluso varios empresarios hicieron aparecer el primer periódico de Tepic, El Vigía del Pacífico, para promover la secesión. De momento no tuvo mayor éxito, pero durante la Guerra de Reforma y la Intervención Francesa esta pretensión adquirió mayor energía y consistencia, ya que las discrepancias llegaron incluso al campo de batalla. Sin embargo, el objetivo de Tepic se retrasó debido a que los secesionistas se apuntalaron con el bando conservador y con los seguidores de Maximiliano.1 Mas, en 1867, cuando apenas había triunfado la República sobre el Imperio, el propio presidente Benito Juárez anunció el 7 de agosto la creación del Distrito Militar de Tepic, con dependencia directa del presidente de la República.

La situación quedó, pues, un tanto indecisa, hasta que las cosas se dejaron bien establecidas en el referido año de 1884. Finalmente, el 1 de mayo de 1917, el territorio de Tepic se convirtió en el "estado libre y soberano de Nayarit" (Peña, 1956, p. 215).

Ahora bien, los mayores cambios habidos en el Occidente y en el resto de lo que hoy es México, no solo en la demarcación territorial, sino incluso en la administración cotidiana, se produjeron a partir de 1786.

Lo mismo que los habitantes de Nueva España, el 7 de diciembre de dicho año la gente de Nueva Galicia amaneció sin saber lo que le esperaba: la víspera se había expedido en la villa y corte de Madrid una Ordenanza para el Establecimiento e Instrucción de Intendentes de Ejército y Provincia en el Reino de la Nueva España,2 que habría de re- torcer toda la organización burocrática tanto de la propia Nueva España como de los "reinos" y las capitanías generales del vecindario.

No hay rastros, al menos hasta donde sabemos, de que hubiese quien tuviera una idea precisa de lo cocinado en la metrópoli, aun- que se habían hecho ya modificaciones importantes a la estructura administrativa en otras latitudes del vasto imperio español.

Las primeras "intendencias" que se crearon en los dominios españoles fueron las de La Habana y Luisiana (en 1746 y 1765 respectivamente). 

Quizá por su mayor importancia, o por la oposición tanto de quien fue virrey entre 1746 y 1755, Juan Francisco Güemes y Horca- sitas (Navarro, 1964, p. 17) y más aún de Antonio María de Bucareli —quien fue virrey de 1771 a 1779— (O’Gorman, 1966, p. 20), se habían dejado para el final las reformas de la Nueva España —y también de la Nueva Galicia, cuyos desplantes y recursos autonómicos se contrarrestaban, con dificultades a veces, por lazos militares y fiscales que los virreyes cuidaban bien de no aflojar.

A pesar de que el visitador José de Gálvez había preparado desde 1768 su Informe y plan de intendencias que conviene establecer en las provincias de este Reino de Nueva España "para mejorar el gobierno civil y económico de las provincias", antes que, en la Nueva España, se establecerían intendencias en Caracas (1776), Buenos Aires (1777) y Quito (1783), entre otras más.

Asimismo, en la América Septentrional, particularmente en Nueva Vizcaya, se daría un primer paso en 1785, cuando Felipe Díaz de Ortega fue nombrado gobernador-intendente, en el entendido de que debería regirse de acuerdo con la Ordenanza de Intendentes de Buenos Aires. Con las mismas condiciones, en el mismo año, se nombró a Manuel Flon, en Puebla y, en octubre del siguiente, Antonio Riaño se convirtió en intendente de Valladolid (Navarro, 1964, p. 20 y ss.).

Se dice que los cambios ocasionados por la Real Ordenanza para el establecimiento e instrucción de intendentes de ejército y provincia en el Reino de la Nueva España respondían al "ilustrado despotismo" de los Borbón, con el afán de que el organigrama administrativo fuese más claro y, por lo mismo, resultase más funcional. Puede que sea cierto, pero también lo es que se buscaba volver a llenar las arcas reales, empobrecidas a causa del excesivo gasto y la escuálida generación de riqueza en la península ibérica, cuya economía dependía cada vez más de sangrar a sus colonias americanas, para tener con qué comprar lo necesario a las crecientes potencias industriales y comerciales de Europa Occidental (Stein y Stein, 1974, cap. 3).

Recuérdese aquella afirmación de Luis XIV de Francia en 1685: "Cuantas más mercancías se lleva a los españoles, más lingotes y piastras nos aportan provenientes de las Indias", o lo que Baltasar Gracián decía en El criticón (1651): "¿Qué Indias para Francia como la misma España?".

La obtención de más recursos demandaba cambios, pero éstos también se hacían necesarios en virtud de que las sociedades americanas habían crecido notablemente desde fines del siglo XVII, ya fuese por haberse producido una nueva oleada migratoria de peninsulares —además de los que normalmente eran enviados para el desempeño de los principales puestos públicos—, así como también por la mayor vitalidad de la población local, especialmente la indígena que, después de la dramática sima en que cayó a mediados del siglo XVII, se fue recuperando hasta alcanzar a principios del XIX más o menos los mismos números de 1550.

Dado que el número de habitantes y la complejidad de sus comunidades se habían incrementado de manera tan considerable, e incluso muchos núcleos de población no habían encontrado su vocación y asiento definitivo hasta después de andar una o varias veces de la ceca a la Meca,3 la organización política y administrativa que habían ido estableciendo los españoles en la América Septentrional — como era el caso del reino de Nueva Galicia, que emanó del territorio conquistado por las huestes de Nuño de Guzmán y sucesores entre 1530 y 1550— era de suponerse que conviniera a la Corona realizar mutaciones esenciales a la vida "en policía" de aquel vasto territorio.

En el caso particular de Nueva Galicia, quizá la transformación más notable que le significó la dicha Ordenanza… fue la extensión territorial dependiente de la ciudad de Guadalajara; esto es, el ámbito de jurisdicción de las autoridades que en ella residían: Gobierno, Tribunales, Mitra, Cabildo de la Ciudad, etc.

Hasta entonces, Nueva Galicia había abarcado por completo lo que hoy es Zacatecas y Aguascalientes, casi todo Nayarit y unas dos terceras partes del actual Jalisco (Mapas 2 y 3).


Territorio hoy jalisciense fuera de sus términos quedaba lo que hoy se conoce como el "sur", hasta Etzatlán y Magdalena, y lo que fue el Gobierno de las fronteras de San Luis de Colotlán, en el viento norte. Lo primero pertenecía a la Nueva España, a pesar de las mu- chas lamentaciones y protestas de los neogallegos (V. gr. Mota, 1973, cap. XIX), pues su conquista y primeros asentamientos españoles estuvieron a cargo de una empresa enviada por Hernán Cortés al mando de un pariente suyo y, lo segundo, desde su establecimiento a fines del siglo XVI, estaba a cargo de un "capitán-protector" que dependía directamente del virrey. Su función primigenia era proteger de los "bárbaros", tanto yacimientos mineros, como otros lugares desde donde se les abastecía de víveres y enseres.

También había sido "neogallega" en tiempos más remotos la provincia de San Miguel de Culiacán —en torno a la ciudad del mismo nombre— aunque vivió separada del resto del reino por una vasta superficie duranguense o "neovizcaína", que respondía a la localidad de Chametla. Pero en 1734 toda la tierra costera al norte del río de las Cañas, equivalente de Sonora y Sinaloa, pasó a constituir la provincia de San Felipe y Santiago, que solamente en lo judicial de- pendería de Guadalajara —sede de la Real Audiencia—, pues en lo religioso quedaría a cargo de la Mitra de Durango y del virrey de Nueva España en lo político; lo económico y lo militar, por medio de un gobernador y capitán general nombrado directamente por la Corona (Gerhard, 1962, pp. 9-27).

 la flamante intendencia de Guadalajara, según la Ordenanza… que se basó en el Informe y Plan… de José de Gálvez, le tocó Jalisco y Nayarit —exceptuando Colotlán— y la totalidad de Aguascalientes, con todo y "su agregado de Juchipila". La intendencia de Zacate- cas, por su parte, se quedó con el resto de lo que hoy es tal entidad federativa, salvo ciertos ajustes que se hicieron posteriormente en San Luis Potosí, Aguascalientes y el propio Jalisco (Mapa 4).


Aunque sujeta a modificaciones ulteriores, como la anexión en 1795 de la hasta entonces novohispana alcaldía mayor de Colima (Muriá, 1997, p. 65 y ss.), que incluía su jurisdicción de Jilotlán de los Dolores, y el traspaso de Aguascalientes y Juchipila a Zacatecas, en 1806, esta nueva división territorial respondía al hecho real de que Nueva Galicia había tenido dos grandes cabeceras a considerable distancia una de la otra, de vocación, vida y relaciones independientes entre sí y con el poder del Valle de México y de ultramar. Ya los franciscanos lo habían percibido así desde 1606, cuando establecieron las provincias de San Francisco de Zacatecas y Santiago de Xalisco. Este último nombre fue tomado de la población que así se llama todavía, muy cercana a Tepic, de importancia mucho mayor ahora que en tiempos de la Conquista.

Pero los cambios de 1786 no fueron únicamente cartográficos. La administración pública de Nueva Galicia, como fue el caso de la que establecieron los Habsburgo en México y el resto de la América que gobernaron, se caracterizó por la confusión y la indefinición. La ver- dad es que ningún funcionario tenía idea precisa de cuáles eran sus atribuciones y obligaciones, entre otras cosas, porque nunca estuvieron claramente especificadas, ni tampoco se le asignaron siempre las mismas a cada posición.

Seguramente se pensaba que así resultaría más difícil que se con- centrara demasiado poder en manos de una sola persona o de un pequeño grupo, y que se aprovechase la lejanía para prescindir de la autoridad del rey o, de plano, para independizar alguna de las colonias. No de balde le habían dado ya al Imperio un par de muy buenos sustos: en México, Martín Cortés en 1565 y, mayormente, Gonzalo Pizarro en Perú, una veintena de años antes.

Lo remarcable del caso es que tal falta de claridad —así como la multiplicación de disputas ocasionadas por ella— a quienes favoreció más fue a los criollos adinerados, quienes acababan convirtiéndose en el fiel de la balanza de las confrontaciones entre las diferentes autoridades enviadas por el rey o, simplemente, quienes en el río revuelto podían hacer caso omiso de las órdenes peninsulares. De ahí la famosa expresión "acátese, pero no se cumpla" cuando la disposición que llegaba de España no les resultaba conveniente. Además, desde 1591, cuando se procedió a vender los cargos del Ayuntamiento al mejor postor, tal institución pasó a ser cabalmente controlada por la criollada rica, interesada como estaba en desempeñar- los y con las posibilidades económicas para adquirirlos. Frecuente- mente, una ley peninsular era hábilmente contrarrestada por puntuales disposiciones de los Cabildos.

Con base en el Ayuntamiento y con la frecuente conversión en sus yernos de los funcionarios jóvenes, solteros y ambiciosos que la Corona mandaba, los criollos adinerados —que con el tiempo llega- ron a constituir verdaderos emporios diversificados o "empresas fa- miliares"— generalmente lograron imponer su ley (Cfr. Lindley, 1987, caps. II y III).

Pero la creación de las intendencias —con ánimo de clarificar las cosas— concentró un gran cúmulo de funciones en la figura de los intendentes, que antes estaban dispersas: incluía, entre otras, la de vicepatrono real de la Iglesia y mandamás de las "Cajas Reales", tanto de la principal como de las subordinadas que hubiese en su jurisdicción (Gálvez, 1996, cap. I).

De esta manera, se volvió mayúscula tanto la influencia de los in- tendentes como la de los subdelegados que, dentro de cada intendencia quedarían a cargo de cada uno de sus "partidos", en compa- ración con la que habían tenido los gobernadores y los alcaldes mayores o corregidores al frente de sus correspondientes demarcaciones, ahora convertidas precisamente en partidos.

Ello iba directamente en detrimento de la fuerza del Cabildo y de las oligarquías locales, pues quedaban francamente subordinas a los funcionarios reales. Dicho de otra manera, el poder público repuntaba por encima de la gran fuerza que había llegado a tener la oligarquía de la sociedad.

Mas no tardó ésta en mostrar su molestia. Un sugerente brote de insurrección, por ejemplo, se produjo en Guadalajara en 1793, encarnado por jóvenes de familias muy pudientes. Todo se controló con gran disimulo, dado que la alcurnia de los implicados así lo aconsejaba. Pero, de cualquier manera, los implicados no dejaron de pasar en la cárcel un corto tiempo, acusados de alterar el orden y desacatar las disposiciones del intendente. A ello correspondió también, por cierto, la muy conocida conspiración del Ayuntamiento de la Ciudad de México, tres lustros después, encabezada por su síndico, Primo Feliciano Verdad y Ramos, oriundo de Lagos y de "muy buena familia".

Testimonio socorrido de esta animadversión recíproca entre peninsulares y criollos —incluyendo, por supuesto, al Ayuntamiento— lo es el incidente que se produjo el 21 de enero de 1811 entre el Cabildo tapatío y Félix María Calleja, cuando éste hizo su entrada a Guadalajara después de vencer a los insurgentes, encabezados por Miguel Hidalgo y Costilla en el puente de Calderón, inmediato a Zapotlanejo.

Las autoridades locales lo esperan con aire solemne en un sitio adecuado y le dicen:

—Excelentísimo Señor: A nombre del Gobierno de Guadalajara…

Pero Calleja interrumpe diciendo:

—¡Ni soy Excelentísimo Señor, ni en Guadalajara hay Gobierno!

En consecuencia, el militar triunfante reorganizó las cosas, haciendo de dichas personas el menor caso posible.

La jurisdicción política de Guadalajara seguiría teniendo hasta 1823 los mismos confines que la Intendencia, pero no serían iguales las condiciones y las atribuciones de su gobierno interior. "La Pepa", esto es, la Constitución Española promulgada en Cádiz por las Cortes el 19 de marzo de 1812, durante la ausencia de Fernando VII, transformaba las intendencias en provincias, y en cada una establecía una diputación, que le permitiría hipotéticamente a la criollada ricachona no solamente elegir a quienes ejercerían una especie de gobierno autónomo en toda la provincia, sino incluso tener una re- presentación en la península, aunque la proporción fuese diferente para los de aquí que para los de allá.4 Además, las provincias de Guadalajara y de Zacatecas compartirían la misma diputación, aportando la primera cuatro representantes y, la segunda, por ser menos poblada, solamente tres. La sede, por lo tanto, estaría en Guadalajara.

Lo de "hipotéticamente" se debe a que pasó casi un año y medio antes de que los enemigos de tal situación dejaran que llegaran las instrucciones correspondientes a Guadalajara. De tal manera que no fue hasta el 20 de septiembre de 1813 cuando se estableció formal- mente la diputación, y la intendencia se convirtió en provincia, en tanto que el ulterior desconocimiento de la constitución gaditana, el 4 de mayo de 1814, por parte de Fernando VII, cuya vuelta tanto habían deseado los constitucionalistas españoles, junto con la orden de que, en la mayor medida de lo posible, todo volviera a como estaba antes de 1808, tardó menos de cuatro meses en llegar y se puso en práctica a partir del 17 de octubre de 1814. La primera diputación provincial, pues, no alcanzaría a sobrevivir ni trece meses.

En ese tiempo, también el famoso Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana, mejor conocido como Constitución de Apatzingán, reconocía también a Guadalajara y a Zacatecas como dos de las diecisiete diferentes provincias en que se dividía la tal "América Mexicana". Debe recordarse, sin embargo, que este texto, aunque exhumado muchos años después, de momento quedó sepultado con la muerte de José María Morelos, al finalizar el año 1815.

Así las cosas, transcurrió el cuarto lustro del siglo XIX en el que ocurrieron el alzamiento indígena de la población de Mezcala, que se hizo fuerte en la isla del mismo nombre en el lago de Chapala — con poca conciencia independentista— y la gesta de Francisco Javier Mina, asociado con el criollo Pedro Moreno —con mucha vocación republicana—; y se mantuvo, en el sur jalisciense, la tozudez rebelde de Gordiano Guzmán, en buena medida heredera del separatismo de Morelos y, más aún, de Vicente Guerrero (Olveda, 1980, passim).

Pero las cosas no cambiaron de hecho hasta que, en 1820, triunfó en España la rebelión del coronel Rafael Riego, lo que obligó al rey Fernando a jurar la otrora repudiada Constitución de 1812, so pena de perder su real empleo.

Las disposiciones de implantar el ejercicio constitucional en América llegaron entonces con mayor rapidez: solamente tardaron tres meses. De tal manera que, el 13 de septiembre del mismo año, se constituyó de nueva cuenta la diputación provincial, conformada de idéntica manera que siete años atrás: tres diputados por Zacate- cas y cuatro por Guadalajara. Pero el 6 de noviembre —también con diligencia inusual— las Cortes españolas pasaron la provincia de Zacatecas a San Luis Potosí. Sin embargo, en el tránsito, los zacate- canos lograron liberarse tanto "de melón como de sandía" (Benson, 1955, p. 60).

Fue, pues, la provincia de Guadalajara, con los mismos límites que tuvo la intendencia, más la jurisdicción de Colotlán, la que transitó a la vida independiente, y su diputación la que tuvo los mayo- res arrestos federalistas que marcaron la pauta de la política nacional después del fallido imperio de Iturbide (Mapa 5).


Los grupos más adinerados del occidente de México se habían enriquecido mucho como resultado de la colonización y ulterior comercio con el noroeste, así como con el eventual comercio con Filipinas y Centro y Sudamérica, por medio del puerto de San Blas, lo cual incrementó en ellos las ganas de participar más en su gobierno y que en éste hubiese menos interferencias. De ahí, por ejemplo, que desde mediados del siglo XVIII, se hubiese cultivado la idea de que se formase un nuevo virreinato con Nueva Galicia y Nueva Vizcaya (Cfr. Mota, 1973, cap. LXII).

Después del triunfo del plan contra Iturbide firmado en la Hacienda de Casamata—en el actual estado de Veracruz—, el 16 de junio de 1823 se aprobó en Guadalajara la creación del estado libre de Xalisco y el 21 fue proclamado el Plan de Gobierno Provisional, cuyos veinte artículos solamente establecían principios generales de la administración pública, de manera que la Constitución Española y demás leyes vigentes sobrevivirían en la medida en que no estuvieran en pugna con dicho plan (Muriá, 1973, p. 47).

Pero el contorno cambió de manera importante a resultas de que, el día anterior, Colima había proclamado su separación de Xalisco, lo que fue ratificado por el Congreso General el 30 de enero de 1824 (Mateos, 1878, t. II, p. 623).

Internamente, el nuevo estado se dividió de momento en los mismos 28 partidos que constituían la provincia de Guadalajara, lo mismo que la intendencia —regidos por subdelegados—; más al proclamarse la constitución particular, el 18 de noviembre de 1824, la denominación de "partidos" fue cambiada por la de "departamentos" —encargados a un director político—, y aparecieron ocho can- tones, que comprenderían uno o varios departamentos y estarían a cargo de un jefe político (Mapa 6).


En sentido estricto, el "Estado Libre de Xalisco" sobrevivió hasta el 23 de octubre de 1835, cuando fue abolido el federalismo en todo el país y los estados pasaron a ser formalmente departamentos; pero desde el 12 de agosto del año anterior las tropas defensoras del centralista Plan de Cuernavaca se habían posesionado de Guadalajara y les habían impuesto gobernantes afines a ellas.

Posteriormente, en 1846, el federalismo repuntaría y los estados, con todo y su autonomía, volverían por sus fueros. El único cambio en el occidente de México, respecto de lo que había quedado atrás en 1835, fue que la "X" de Xalisco se cambiaría oficial y definitivamente por la "J": Jalisco…

Comenzaba la lucha entre una letra y la otra, con todo y sus implicaciones emocionales e ideológicas, que no parecen haber terminado del todo.

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