sábado, 4 de junio de 2022

El Campanario o "Torres Mochas"

Dibujo a lápiz - Verónica Rivera Navarro
 
A lápiz de Vania Nayeli Ortiz Soriano




Las milicias tlaxcaltecas en Colotlán

Los estudios históricos de las últimas décadas han dedicado numerosas páginas al análisis de la participación de los indios de Tlaxcala en la pacificación y poblamiento del norte colonial.

Particularmente, el caso de las cinco colonias fundadas en 1591 ha sido objeto de diversos estudios, centrados en la interacción, casi siempre conflictiva, entre españoles, tlaxcaltecas e indígenas del norte. La ambigua posición de los colonos tlaxcaltecas como aliados de los españoles al tiempo que adversarios de los «chichimecas» ha sido analizada por autores como Andrea Martínez Baracs y Eugene B. Sego, quienes también han apuntado los resultados negativos que trajo la presencia tlaxcalteca para los indios del norte.

Otros autores, en cambio, han centrado su atención en la expansión de la cultura mesoamericana en el septentrión como resultado de la migración tlaxcalteca, en particular las técnicas agrícolas y, obviamente, la lengua náhuatl. Sin embargo, poco se ha dicho sobre el papel que jugaron los tlaxcaltecas como «soldados milicianos fronterizos», esto es, guerreros al servicio de la Corona española que durante todo el periodo colonial se ocuparon de mantener la paz y expandir la frontera cristiana.

Durante buena parte del siglo XVI los intentos españoles por colonizar el norte de la Nueva España se vieron limitados por el violento rechazo a la sujeción que opusieron los indios nativos, genéricamente denominados chichimecas, apelativo de origen indígena adoptado por los españoles para referirse a los muy diversos habitantes del septentrión. Si bien el descubrimiento de las vetas argentíferas en Zacatecas en los años de 1546-1548 trajo consigo una primera oleada migratoria de españoles, indios, negros y castas que buscaban participar en el descubrimiento, explotación y suministro de las minas, este flujo se vio pronto amenazado por el clima de violencia e inseguridad que se desató en la frontera. 

A las incursiones de españoles en los territorios indios, con miras a hacerse de mano de obra esclava para trabajar en los yacimientos minerales, los nativos respondieron con cada vez más constantes asaltos a las caravanas que atravesaban el territorio, el ataque a los incipientes núcleos de población, así como la intención expresa de expulsar del territorio a los invasores llegados del sur.

Durante cuatro décadas, los ataques indios y las respuestas españolas a estos se sucedieron casi de forma ininterrumpida en la Gran Chichimeca. Fueron los años de «guerra a sangre y fuego», en los que la política virreinal se orientó a la lucha frontal con miras a someter a los grupos nativos. Como parte de esta política podemos contar las tres expediciones militares organizadas por el virrey Luis de Velasco el Viejo, entre 1551 y 1553, así como el establecimiento, durante el gobierno del virrey Martín Enríquez (1568-1580), de una línea de fuertes defensivos o presidios a lo largo del camino de México a Zacatecas, con soldados pagados por la Real Hacienda para servir de guarnición y escolta.

Sin embargo, a partir de la década de 1570 la Corona sustituyó progresivamente su política ofensiva por una defensiva, haciendo énfasis en el carácter pacífico del avance hispano, así como en la conversión de los indios nativos. Esto porque la «guerra a sangre y fuego», a más de costosa para la Corona, provocó una organización cada vez más eficaz entre los indios nativos —alianzas entre grupos antes enemigos, aumento de la cohesión grupal, mayor dominio de las tácticas de ataque— que amenazaba con aplazar de forma indefinida el conflicto. Al mismo tiempo, el descubrimiento de nuevos minerales al sureste y noroeste de Zacatecas —Guanajuato en 1555, Durango en 1563, Santa Bárbara en 1567, Mazapil en 1568, Charcas en 1573— hacía urgente la pacificación de la frontera para asegurar la mano de obra y los suministros necesarios para la adecuada explotación de los yacimientos.

La política de penetración pacífica quedó definitivamente cristalizada en las «Ordenanzas de descubrimiento, nueva población y pacificación de las Indias» dadas por Felipe II en 1573, volcadas posteriormente en el libro IV, títulos I a VII de la Recopilación de Leyes de Indias de 1680. Dichas ordenanzas exhortaban a los españoles a atraer a los indios al gremio de la iglesia y a la obediencia al rey por medios suaves y pacíficos; se les recomendaba establecer lazos de amistad con los naturales por la vía del comercio y los rescates, para que de esta manera los indios se aficionaran a los productos europeos que solo los españoles podrían suministrarles. Las ordenanzas recomendaban también a los colonos no mostrar codicia sobre los bienes de los indios, así como buscar alianza y amistad con los señores y caciques para lograr la pacificación de la tierra. Asimismo, la ordenanza 29 señalaba que en adelante «los descubrimientos no se den con título y nombre de conquistas, pues habiéndose dee hacer con tanta paz y caridad como deseamos no queremos que el nombre dé ocasión ni color para que se pueda hacer fuerza ni agravio a los indios». Así, en lugar de emplear el término conquista, en adelante debía hablarse de poblamiento y entrada.

Como parte de esta nueva estrategia, las autoridades novohispanas dieron mayor impulso al establecimiento de poblados defensivos en el norte. Haciendo eco de las experiencias previas que habían resultado exitosas, el virrey Luis de Velasco, el Joven proyectó la migración de cerca de 400 familias de indios de Tlaxcala que irían a vivir en cinco poblados establecidos en tierra de guerra. Sin embargo, a diferencia de un par de décadas atrás, el discurso oficial señalaba que el objetivo de estas nuevas poblaciones no sería ya la defensa y ofensa de los chichimecas de guerra, sino su conversión a la vida política y civil mediante el ejemplo de los tlaxcaltecas, cristianos, sedentarios, agricultores y, lo más importante, de probada lealtad al rey. En palabras del obispo Mota y Escobar, se esperaba que, con el ejemplo de los indios «civiles y políticos», los bárbaros chichimecas aprendieran «cómo araban la tierra, cómo la sembraban, cómo hacían sus cosechas, cómo las guardaban en sus granero,, cómo edificaban sus casas, cómo domaban sus caballos y mulas para silla y carga, cómo se portaban en el trato de sus personas, y cómo iban a la iglesia a misa y a recibir los demás sacramentos» para que, de este modo, se fuera «industriando gente tan inculta».

Los pueblos fundados por los tlaxcaltecas se establecieron con dos parcialidades o barrios: en uno habitaban los indios «civilizados» y en otro, los indios chichimecas dados de paz, en ocasiones, separados apenas por un arroyuelo. Así, Mezquitic, San Esteban de la Nueva Tlaxcala y San Andrés del Teúl fueron fundados junto a asentamientos previos de guachichiles; Colotlán, junto a poblados huicholes, caxcanes y tepeques; y Agua del Venado, fundado entre rancherías de huachichiles, negritos y borrados. Con esto se esperaba lograr una estrecha convivencia que redundaría en poco tiempo en la incorporación del indio norteño al orden colonial.

No obstante, a pesar de este discurso pacifista relativo a la reeducación del chichimeca y no a su exterminio, en la práctica las colonias tlaxcaltecas siguieron cumpliendo una función defensiva y ofensiva. Esta idea es patente en las capitulaciones firmadas por los tlaxcaltecas con el virrey Luis de Velasco el Joven (y aprobadas más tarde por Felipe II), donde se señalaba que los poblados tlaxcaltecas tendrían por objeto contribuir a que se conservaran y aumentaran las poblaciones de indios chichimecas dados de paz; para ello, se estableció que los tlaxcaltecas debían formar «república concertada, y procediendo con orden y forma de pueblo de gente cristiana y de guerra». Así pues, además de enseñar a los indios chichimecas a hacer sementeras y casas, los tlaxcaltecas tenían también que contribuir a pacificarlos. Para ello, los tlaxcaltecas fueron declarados no solo «libres de todo tributo, pecho, alcabala y servicio personal» a perpetuidad, sino que también se estableció que «los indios principales de la dicha ciudad que fueren a la dicha población, y sus descendientes, puedan tener y traer armas, y andar a caballo ensillado sin incurrir en pena», acotando el rey que para ello dispensaba «como dispenso con ellos la prohibición que sobre esto está hecha por el dicho mi virrey».

De esta forma, las capitulaciones de 1591 dejaban la puerta abierta para que los colonos tlaxcaltecas se aprovisionaran de armas para la defensa de sus nuevos asentamientos. Aunque el documento señala que esta dispensa aplicaba solo para los indios principales y sus descendientes, lo cierto es que, en la práctica, se hizo extensiva a una gran cantidad de hombres, en virtud de su deber de participar en las labores defensivas y ofensivas. A la larga, en tres de las cinco colonias tlaxcaltecas se gestaron organizaciones de milicianos indígenas, como se verá a continuación.


San Andrés del Teúl y Colotlán

Las colonias de San Andrés del Teúl y Colotlán fueron establecidas en el valle de Teúl-Jerez, en las inmediaciones de la Sierra Madre Occidental, para contener las incursiones de los indios que convirtieron las sierras y barrancas en su lugar de refugio. La región había estado habitada desde tiempos prehispánicos por zacatecos en la porción norte; tepehuanes y tepecanos en la parte central, y cazcanes en el extremo sur, siendo estos últimos los que poseían la densidad de población más alta y la organización sociopolítica más compleja. Durante las primeras cinco décadas de contacto la región sufrió cambios profundos en la composición étnica y la densidad de población: la Guerra del Mixtón, la Guerra Chichimeca, una rebelión de guachichiles en 1560, así como las epidemias en 1542 y 1545 dieron como resultado un dramático descenso de la población, de tal suerte que, para 1580, las Relaciones Geográficas consignaron que el valle se encontraba prácticamente despoblado.

El fin de la Guerra de Mixtón dio paso a un lento poblamiento español de la región. El primer asentamiento fue el pueblo de Tlaltenango, establecido en 1542 a unos kilómetros al norte de Teúl. No fue sino hasta 1569, con la fundación de Jerez de la Frontera, que empezó un proceso de colonización española mucho más dinámico. Asimismo, es posible que entre 1560 y 1590 se hayan creado algunos asentamientos de indios cazcanes y zacatecos en Colotlán, Santa María de los Ángeles, Huejúcar y el propio Tlaltenango.

La relativa estabilidad lograda en las tierras septentrionales hacia la década de 1590 llevó a las autoridades a reforzar el poblamiento indígena en el Valle de Teúl-Jerez. Así, a los incipientes asentamientos indígenas se sumaron las dos colonias tlaxcaltecas establecidas en 1591: Teúl, cuya ubicación obedeció a los intentos de contener las incursiones de los indios zacatecos refugiados en las «sierras de San Andrés» que dirigían frecuentes ataques contra el real de minas de Chalchihuites, a tan solo 5 o 6 leguas de distancia; San Luis Colotlán, en cambio, se estableció junto a dos asentamientos de indios «chichimecos», por lo que el pueblo quedó formado a partir de entonces por tres barrios de indios: Nueva Tlaxcala, Soyatitan y Tochopa.

Aunque separadas por poco más de cien kilómetros, estas dos colonias tuvieron un desarrollo casi paralelo. Por ejemplo, no más de seis meses después de haber sido establecidas, ambas sufrieron los ataques de una confederación de indios tepeques, zacatecos y huicholes que dieron sobre San Andrés asesinando cerca de cien indios de paz, entre los que se contaban alrededor de 60 tlaxcaltecas. Días después atacaron también Colotlán, si bien aquí hallaron a los indios prevenidos, por lo que el desastre fue menor. Este hecho obligó a los sobrevivientes de San Andrés a refugiarse en Chalchihuites, donde establecieron su residencia permanente, a pesar de la oposición mostrada por los residentes españoles del real de minas.

La estrategia de reforzar el poblamiento indígena de la región estableciendo dos colonias tlaxcal- tecas corrió a la par de un redoble de esfuerzos por parte de los franciscanos de la entonces custodia de Zacatecas, que desde hacía varias décadas trabajaban en la evangelización de los indios. Así, a la fundación de los conventos de Teúl y Chalchihuites —en 1536 y 1583, respectivamente— siguieron las fundaciones de Mexquitic y Colotlán el mismo año de arribo de los tlaxcaltecas. El ritmo de la fundación de misiones se aceleró luego de 1603, cuando la custodia fue transformada en la Provincia de San Francisco de Zacatecas. Así, en 1606 establecieron el convento de Guazamota; para 1616 se sumaron Chimaltitlán, San Juan Bautista de Mexquitic y Canatlán; Atotonilco en 1619, Camotlán en 1642, Huejuquilla en 1649, Milpillas en 1702, ajas al año siguiente, y Tezocuautla en 1733. Como bien ha señalado Laura Magriñá, la ubicación de los conventos franciscanos obedecía a la intención de establecer un «cinturón de contención» alrededor del Nayar, al mismo tiempo que servían como base para los misioneros que trataban de adentrarse en la sierra.

Para supervisar el buen desarrollo de la empresa colonizadora se creó el puesto de capitán protector y justicia mayor de las fronteras de Colotlán y Sierra de Tepeque, que habría sido ocupado por Miguel Caldera hasta su muerte en 1597. Durante el siglo XVII, el nombramiento recayó en militares españoles de bajo rango designados por el virrey, quienes además de encargarse de hacer llegar los bastimentos y provisiones con que se apoyaba a las misiones de reciente creación, tenían a su cargo «el amparo, conservación y defensa de los indios congregados y reducidos de paz» en los pueblos de la frontera de Colotlán, así como de los que en adelante se formaran.

De modo similar a los indios de San Esteban, a lo largo de los siglos XVII y XVIII los tlaxcaltecas de Colotlán y Chalchihuites como soldados fronterizos prestaron diversos servicios tanto ofensivos como defensivos para contribuir a mantener la paz en la región: vigilaban los caminos, realizaban rondas nocturnas en sus pueblos, participaban en la persecución de indios insumisos y apoyaban la represión de indios domésticos. Sin embargo, es importante señalar que en la región de Colotlán y Chalchihuites la participación como milicianos no estuvo limitada a los tlaxcaltecas y sus descendientes. Por el contrario, a lo largo del siglo XVII un número importante de pueblos establecidos en las inmediaciones de la sierra del Nayar desarrollaron también sus propias milicias de indios. Así, a comienzos del siglo XVIII la jurisdicción del capitán protector de las «fronteras de Colotlán» incluía cerca de 12 pueblos de indios de habla nahua y tepehuana mayormente, mientras que en los pueblos más occidentales habitaban al parecer indios huicholes y coras que habían dejado la sierra. Todos ellos, en su calidad de fronterizos, se reputaban también soldados flecheros.

¿Cómo fue que estos pueblos de indios llegaron a tener también su propia milicia? Eugene B. Sego ha señalado que estas milicias se formaron debido a que los privilegios de los tlaxcaltecas asentados en Colotlán y Chalchihuites —relativos a la posesión de armas y a la exención de tributo— se hicieron extensivos a todos los pueblos de las fronteras sujetos al capitán protector, aunque no precisa cuándo o por qué motivos. Sin embargo, en diversos momentos del siglo XVII algunos pueblos de indios de la jurisdicción alegaron que su calidad de «soldados y fronterizos» les había sido otorgada desde la fundación de sus pueblos —incluso antes de la llegada de los tlaxcaltecas a Colotlán— por el capitán Miguel Caldera.

De acuerdo con las versiones de los indios, al tiempo de pactar la paz con diversos jefes nativos (lo que incluía la entrega de regalos a los principales, así como la promesa de abastecimiento en el futuro), Caldera les había pedido que contribuyeran, como vasallos del rey, a defender la tierra de los ataques de indios insumisos. Así lo aseguraron en 1681 los indios de Temastián, Totatiche y Guexotitlán, quienes declararon ante el virrey que desde hacía más de ochenta años «en que el capitán Miguel Caldera fundó estos pueblos y presidios para defender las invasiones de los chichimecos gentiles» se habían ocupado de servir al rey «en este ministerio de guerra defensiva, acudiendo a sus expensas y sin sueldo alguno a todas las invasiones que se ofrecen que son tan ordinarias por los muchos chichimecos que hay circunvecinos enemigos», situación que los obligaba a estar la mayor parte del año «con las armas en la mano y a la orden de los protectores para resistir dichas invasiones».

Gracias a estos servicios, los flecheros afirmaban que el número de «chichimecos gentiles» que se reducían «de paz y a la educación de nuestra santa fe católica» iba cada día en aumento y que «a imitación de estos se espera vengan otros más». Unas narraciones similares hicieron los indios de Tensompa y Huejuquilla en 1696, afirmando que, desde que el capitán Caldera los había persuadido de la conveniencia de volverse cristianos y establecerse en pueblos, habían recibido nombramiento de «soldados de su majestad y fronterizos» así como «todas las tierras que poseían y poseen».

El hecho de que se trate de narraciones tardías hace dudar de la veracidad de estos dichos, en tanto no existen otros registros documentales que confirmen estas aseveraciones. Sin embargo, a decir de Philip W. Powell, Miguel Caldera efectivamente llevó a cabo una campaña de pacificación en la región de Colotlán hacia 1585, llegando incluso hasta las tierras nayaritas. 

No es lejano pensar que en los asentamientos de indios establecidos por mediación de Caldera los propios naturales se hayan hecho cargo de la defensa de la tierra en tanto se hallaban ubicados en una frontera de guerra, que además contaba con una escasa presencia española. Lo cierto es que, ya en 1606, el visitador de Guadalajara Gaspar de la Fuente reportó que en la región de Colotlán y Tlaltenango se hallaban asentados diecisiete pueblos de indios de paz, de los cuales solo doce pagaban tributo, pues los cinco restantes estaban situados en frontera de guerra, prestando servicio en aquellas ocasiones en que era necesario. Otros trece pueblos, en la Sierra de Tepeque, no estaban sujetos ni al pago de tributo ni a dar mano de obra.

Es posible que este esquema de pueblos fronterizos que se hacían cargo de contener las incursiones de los indios no sometidos a cambio de la exención tributaria se haya aplicado en todas las misiones franciscanas establecidas a lo largo del siglo XVII. No es lejano pensar que, a la vista de sucesos como lo ocurrido en San Andrés del Teúl en 1592, los indios reducidos a misiones se negaran a dejar sus armas. Los franciscanos, por su parte, presumiblemente habrían mostrado débiles intenciones por desarmar a los indios, en virtud del escaso interés de las autoridades virreinales para proporcionar los medios materiales y humanos que garantizaran la protección y defensa de estos nuevos vasallos. Por el contrario, tal parece que cada pueblo de misión establecido por mediación de los franciscanos imitaba el esquema de fundación empleado por Caldera: los indios congregados se integraban al esquema de pueblos fronterizos ya existentes en la región, lo que si bien obligaba a los indios a participar en la defensa de la tierra, les generaba también algunos beneficios: el apoyo con alimento y vestido al que se hacían acreedores como indios de misión, y el más importante, la exención de tributo.

Así, aunque la documentación no es explícita sobre este asunto, todo indica que en estos pueblos de frontera operó una conmutación del servicio personal y del pago de tributo por la obligación de guardar la frontera y dar la gente de guerra necesaria para las incursiones ofensivas y punitivas contra los indios insumisos y rebeldes, similar al acuerdo establecido por la Corona con otros pueblos de frontera en diversas latitudes de la América colonial.

En los albores del siglo XVIII encontramos que en las fronteras de Colotlán prácticamente cada pueblo contaba con su propia milicia de flecheros, de la que formaban parte todos los hombres competentes en el uso del arco y la flecha. Además de ocuparse de la seguridad de sus propios pueblos, con frecuencia eran requeridos por el capitán protector para auxiliar en la persecución de ladrones de ganado, salteadores de caminos o indios insumisos que atacaban los ranchos españoles. La existencia de estas diversas milicias de flecheros, independientes una de otra y que no reconocían más autoridad que su capitán protector, permitía a este y a sus tenientes mantener una precaria paz en la región, recurriendo a los flecheros de un pueblo para acallar los disturbios ocurridos en otros pueblos también sujetos a su jurisdicción.

No obstante, esto no evitó que, en ocasiones excepcionales, existieran alianzas entre distintos pueblos  que  pusieron  en  jaque  a  las  autoridades  españolas,  como  ocurrió  durante  la  rebelión  de  1702, cuando los indios de Nostic convocaron a numerosos pueblos de la sierra a rebelarse en contra del teniente de capitán protector don Mateo de Silva, a quien acusaban de no querer reconocer a los gobernadores electos y de favorecer el asentamiento de españoles en las tierras de los indios56. De tal suerte que, a fines de julio de ese año, los indios de Nostic, en alianza al parecer con los de Mexquitic y los barrios chichimecos de Colotlán, vestidos «a usanza de guerra» (embijados, semidesnudos, con plumas en la cabeza y arco y flecha en mano), cayeron sobre la cabecera y asesinaron a Silva.

La violencia llegó a su clímax la madrugada del 6 de septiembre, cuando cerca de dos mil indios atacaron la villa española de Tlaltenango organizados en tres líneas: las dos primeras de flecheros de a pie, y la tercera de caballería. Con tales fuerzas, mantuvieron cercada la villa durante tres días, hasta que llegaron refuerzos de Jerez y Monte Escobedo que pusieron en fuga a los rebeldes, dando muerte a cerca de cuarenta indios.

Restaurar la paz en la región luego de la rebelión de 1702 fue una tarea compleja, en la que jugaron un papel destacado los milicianos tlaxcaltecas, quienes actuaron no solo como soldados sino también como guías, intermediarios e intérpretes. Y aunque se alzaron diversas voces señalando la conveniencia de desaparecer estas milicias, los indios de Colotlán continuaron prestando servicio militar durante todo el periodo colonial. Por ejemplo, la campaña de conquista de la sierra del Nayar contó con una numerosa participación de estas milicias; de igual modo, los intentos de sublevación de los indios nayaritas en los años posteriores a la conquista de la sierra persuadieron a las autoridades de la utilidad de mantener estas fuerzas: así, en 1723, 1724, 1758 y 1767 soldados flecheros de diversos pueblos de Colotlán acudieron a sofocar disturbios de diversa magnitud en las misiones y sierra nayarita.

Entre las milicias de las fronteras de Colotlán también se extendió el uso de arcabuces y alabardas, aunque en fecha más tardía y sin llegar nunca a desplazar totalmente al arco y la flecha. Así, para 1702 solo el barrio de tlaxcaltecas de la cabecera de Colotlán, y los pueblos vecinos de Santiago y Santa María, contaban con arcabuceros entre sus milicianos: nueve en Tlaxcala, dos en Santiago y cuatro en Santa María. Para mediados del siglo XVIII el empleo de arcabuces se había extendido a otros pueblos de la jurisdicción; así, a la convocatoria del capitán protector para ir a pacificar a ciertos indios sublevados de San Andrés del Teúl en 1749, se presentaron 70 soldados de infantería de los tres barrios de la cabecera, más 26 a caballo armados de adargas, lanzas y escopetas y «no mal avío de municiones». A su paso por Santa María, se presentaron los capitanes de este pueblo y de Tlalcosagua y Huejúcar con sus banderas y listas de soldados flecheros y escopeteros, y al pasar vista de las armas el protector encontró que había «doce mil flechas bien acondicionadas, 90 escopetas con 28 libras de pólvora y 50 de balas, 230 adargas dobles y 8 lanzas» que presentaron 300 soldados, de los cuales escogió solo 200 para acompañarle. Para 1789, 21 de los 26 pueblos de las fronteras de Colotlán mantenían «cada una según su fuerza» doce o catorce hombres armados con escopeta, los cuales se formaban delante y detrás de las banderas para su custodia. No obstante, el grueso de los soldados seguían siendo flecheros, a excepción de los sargentos armados con alabardas. Solo los milicianos de los pueblos de San Sebastián, Santa Catalina, San Andrés del Teúl, San Andrés Coamiata y Camotlán —mismos que eran señalados como los más diestros en el uso del arco y la flecha— no usaban escopetas, pero en cambio estaban todos armados con adargas.

Los tlaxcaltecas lucharon durante décadas para mantener cierta preeminencia sobre el resto de soldados fronterizos. Los milicianos de Colotlán pretendían que todos los indios milicianos debían estar sujetos al capitán a guerra tlaxcalteco, del mismo modo que los pueblos debían reconocer como máxima autoridad al gobernador tlaxcalteco de Colotlán. Así, en diversas ocasiones los principales de Tlaxcala se quejaron ante el virrey de la poca obediencia y sumisión que mostraban los indios de la región frente a los tlaxcaltecos; como respuesta, en 1711, 1721, 1725 y 1764 obtuvieron del virrey órdenes para que todos los gobernadores y alcaldes de la frontera «se sujeten en lo justo y concurran en lo debido a los gobernadores de Tlaxcala»90. Tales órdenes evidentemente no tuvieron éxito, pues en la práctica los pueblos de la jurisdicción se negaron a reconocer tal superioridad a los de Tlaxcala.

No obstante, los capitanes protectores sí mostraron cierta predilección hacia los milicianos de Tlaxcala. Con frecuencia, los capitanes a guerra tlaxcaltecos eran comisionados por los protectores para actuar como negociadores o mediadores con indios rebeldes, o para hacer cumplir las disposiciones dictadas por el protector.

Por ejemplo, en 1693 Lucas Pérez, capitán de las milicias tlaxcaltecas de Colotlán, fue enviado con algunos indios al pueblo de Santa María para lograr la liberación del teniente del capitán protector, a quien tenían los indios «puesto de pie en el cepo de la cárcel, y con guarda de indios armados de arcos y flechas» por haber maltratado a un topil. Gracias a sus habilidades como negociador y a su «buen discurso», el capitán tlaxcalteco consiguió salvar la vida del teniente y restituirlo sano y salvo a la cabecera. Para 1702, durante la rebelión de los indios de Nostic, el mismo Lucas Pérez fue enviado nuevamente para tratar de apaciguar los ánimos y evitar el alzamiento; pero para su desgracia, en dicha ocasión no tuvo éxito y perdió la vida a manos de los rebeldes, que lo acusaron de estar aliado con los españoles que los agraviaban.

Quizá el caso más sorprendente que muestra la confianza que las autoridades españolas depositaban en los capitanes tlaxcaltecos sea el de la campaña organizada en 1718 por el capitán protector de Colotlán Matías Blanco de Velasco, quien, teniendo noticia de que algunos indios habían invadido poblaciones cerca de Mezquitic, matando alguna gente, y refugiándose en la sierra de Chapultepec y sierra de los Michis, ordenó que salieran en campaña las compañías de Colotlán y Mezquitic a recorrer la sierra para capturar y castigar a los enemigos. La expedición se formó con no menos de 35 indios, y aunque era obligación de Blanco encabezarla, el capitán protector señaló que se hallaba enfermo e imposibilitado para asistir, por lo que comisionó al miliciano tlaxcalteca Bernabé Lozano para que fungiera como capitán durante los quince días que duró la expedición. Lozano recibió además nombramiento de escribano de guerra, para que llevara registro de la campaña, así como la lista de los soldados «ttodo lo que se ofrezca». El capitán protector cuidó además de redactar detalladas instrucciones de la forma en que debía llevarse a cabo la campaña: el modo en que marcharían los hombres con espías que registraran por adelantado el terreno; la forma de ejecutar los albazos para dar sobre el enemigo; la disciplina con que debía recogerse la tropa durante la noche, así como el número de centinelas que debían apostarse, su ubicación e, incluso, los castigos que recibirían quienes faltaran a sus obligaciones. Estas órdenes se entregaron al cabo de la milicia de Tlaxcala con indicación de que las leyera a los soldados todos los días que durara la campaña.  Matías Blanco quedó sumamente complacido con la actuación de los indios, por lo que los premió inhibiéndolos de la autoridad de las justicias y tenientes de capitán protector, señalando que, en adelante, cualquier causa referente a estos indios sería atendida por él personalmente.

Así, en los pueblos de las fronteras de Colotlán, los cargos de capitán a guerra y oficiales de las milicias eran tanto o más codiciados que el de gobernador, debido a las ventajas políticas que estos podían reportar. En la práctica tenían igual o mayor peso que los gobernadores; así, se afirmaba que los cargos de gobernador y capitán a guerra eran tenidos como «los más honoríficos en el referido pueblo».

A su favor estaba también el hecho de que los cargos eran vitalicios, a diferencia del gobernador y otros funcionarios del cabildo, cuya duración estaba limitada a un año (si bien había posibilidades de reelección). Fungir como capitán a guerra permitía a los indios ser el vínculo entre su capitán protector y los milicianos de los pueblos, obteniendo con ello un trato preferencial, a más de prestigio y reconocimiento social.

Así como los cargos de oficiales de milicias daban a los indios que los ejercían ascendencia al interior de sus comunidades y con la autoridad española, el hecho de que los milicianos de Colotlán estuvieran sujetos exclusivamente al capitán protector también daba a este funcionario un importante poder e influencia a nivel regional. Solo él o sus tenientes podían convocar directamente a los indios para que tomaran parte en alguna acción militar, por lo que los alcaldes mayores, corregidores o capitanes de presidio que requirieran del auxilio de los flecheros debían necesariamente acudir ante el capitán protector para que este a su vez convocara —si lo creía conveniente— a los indios milicianos. Asimismo, solo él podía juzgar los delitos cometidos por los indios, incluso en aquellos casos en que se vieran involucrados vecinos de otras jurisdicciones.

Por tanto, para las autoridades españolas de las jurisdicciones vecinas, los indios de Colotlán representaban una fuerza militar, pero también laboral, de la que no podían hacer uso y sobre la cual no tenían ninguna injerencia. Por ello, vieron siempre con malos ojos a los capitanes protectores y con frecuencia emitieron abiertamente sus quejas contra estos funcionarios, señalados por hacer mal uso de su jurisdicción. En varias ocasiones se les acusó de cobrar derechos excesivos e indebidas exacciones a los indios y, al mismo tiempo, de tolerar sus vicios y embriagueces, su vida poco cristiana e incluso los robos y otros delitos que cometían en las haciendas de españoles, con tal de mantenerlos contentos y sumisos. Más grave aún fue el caso del protector que, en un pleito de jurisdicción con el corregidor de Bolaños, se aprovechó de su autoridad sobre los flecheros para amedrentar a sus contrarios. Así, en 1761 el protector Javier Gatuno Lemus dio al tlaxcalteca José Calixto de la CruzPacheco, escribano de guerra de Colotlán, el título de juez comisario, enviándolo al mando de poco más de cien flecheros a la hacienda de un español partidario del corregidor para intimidarlo y exigirle que «rindiera obediencia al capitán protector de Colotlán». Este y otros casos muestran que no fue extraño que los capitanes protectores emplearan su poder y autoridad sobre las milicias de flecheros para favorecer sus propios intereses.

A través de estos ejemplos podemos ver cómo fue que las milicias tlaxcaltecas de San Esteban del Saltillo, Chalchihuites y Colotlán contribuyeron a lo largo de los siglos XVII y XVIII a mantener la paz en sus respectivas regiones y a consolidar los dominios del monarca católico. Aunque la historiografía se ha ocupado extensamente del papel de los tlaxcaltecas como pacificadores y pobla- dores del septentrión, es necesario no obviar que tal labor se apoyó en el ejercicio constante de las armas. La formación y manutención de milicias indígenas que apoyaban de manera permanente las labores ofensivas y defensivas regionales sin duda implicó un esfuerzo importante, en hombres y recursos, para las colonias tlaxcaltecas. Sin embargo, como se ha visto, les reportó también diversos privilegios políticos, al tiempo que contribuía a acrecentar el prestigio social de los «leales tlaxcaltecas».

La llegada de las reformas gubernamentales y las reordenaciones jurisdiccionales que se llevaron a cabo a partir de 1777 traería consigo la separación los destinos de estas milicias tlaxcaltecas. En el caso de San Esteban, el comandante de las Provincias Internas Teodoro de Croix ordenó, hacia 1779-1780, que se formaran milicias de vecinos españoles en la villa de Saltillo.  Los tlaxcaltecas integraron un escuadrón de dragones provinciales que, junto con otros dos establecidos en Saltillo, en adelante tomarían a su cargo la defensa del valle y la persecución de los indios enemigos. Los de Colotlán y Chalchihuites, en cambio, aunque padecieron diversos intentos por eliminar su estatus de soldados flecheros y suprimir las milicias indias, lograron sortear estos embates, sobreviviendo incluso los primeros años del siglo XIX, si bien vieron limitadas sus funciones, así como su poder y su influencia local.

Tres estadísticas de Colotlán. Octavo cantón de Jalisco.

La fotografía llegó a México a mediados del siglo XIX. A tierras tapatías hizo su arribo en 1853 como novedad que don Jacobo Gálvez trajera a su regreso de Europa. Con el paso de los años aparecieron fotógrafos recorriendo calles y caminos en busca de clientes, pero, al parecer, hubo pocos artistas del lente con inquietudes paisajistas, y por ello las primeras décadas de ese arte no dejaron testimonios del aspecto de los pueblos y haciendas de aquel entonces.

Los archivos históricos y las bibliotecas no siempre cuentan con fondos fotográficos amplios, pero pueden ofrecer otros recursos para recrear paisajes y fisonomías de antaño: las descripciones de villas o ciudades y las estadísticas -locales, municipales o parroquiales- que con distintos motivos se levantaron, tanto durante los siglos coloniales, como después de consumada la Independencia. Documentos, en algunos casos tan cuidadosamente elaborados, que permiten reconstruir la ruta que seguían calles y caminos, ríos y barrancos y, algunas veces, hasta edificios, fachadas y huertas.

El Octavo cantón fue retratado varias veces -en este sentido figurado- hacia mediados de siglo XIX. Localizadas en la Biblioteca Nacional por el doctor José María Muria, las tres estadísticas de Colotlán a que haremos alusión en este trabajo, proporcionan una vista panorámica de la geografía y sociedad de la región. Visión que es, al mismo tiempo, el escenario sobre el que pueden ubicarse los hechos y personajes mencionados en diversas fuentes, y que contribuyen a la identificación de uno más de los numerosos “Méxicos” que integran, a través de su diversidad regional, el único México nacional.

La primera de estas estadísticas, que carece de título, está fechada en Colotlán el 24 de julio de 1839 y firmada por el prefecto del distrito, Ignacio Suárez, y su secretario, Diego Cortez.

La segunda, titulada “Noticias geográficas y estadísticas del Distrito de Colotlán, octavo del Departamento de Jalisco”, del 30 de junio de 1841, ostenta también las rúbricas de Ignacio Suárez y de Diego Cortéz.

Termina la serie con las Noticias estadísticas del Octavo Cantón de Colotlán dadas al Supremo Gobierno el 20 de enero de 1848, signado por Félix P. Maldonado y J. Rafael Ramírez, jefe político y secretario, respectivamente.

Los dos primeros documentos son producto del periodo centralista, durante el cual fueron suprimidas casi todos los gobiernos municipales del departamento de Jalisco. Mientras que en 1848 se mencionan, una vez restablecido el federalismo, las administraciones municipales, con sus ayuntamientos y sus rentas. Así, en 1839, Colotlán aparece como cabeza de un extenso distrito al norte del Departamento de Jalisco. Como consecuencia de la abrupta geografía y de las dificultades que experimentó la penetración española en la región, el contorno de las jurisdicciones coloniales de Bolaños y Colotlán seguía una línea muy irregular que se vio modificada por la irrupción de ganaderas y hacendados de las alcaldías mayores vecinas (Jerez, Sombrerete, Fresnillo), que adquirían tierras situadas entre y alrededor de las comunidades indígenas de esta región. Por este mismo proceso Mezquitic y Nostic tuvieron que defender sus límites contra el avance de aserraderos de Monte Escobedo y las tierras de los indios de Colotlán fueron invadidas por estancias y labores de españoles procedentes de Tlaltenango y Villa Nueva. Así fue como siete de los pueblos pertenecientes al Octavo cantón quedaron aislados del resto del distrito y rodeados por tierras de los departamentos vecinos de Zacatecas y Durango. Estos eran Mezquitic, San Nicolás, La Soledad, Tenzompa, Huejuquilla el Alto, San Andrés del Teul y Nueva Tlaxcala. Este último en realidad formaba un solo pueblo con Mineral de Chalchihuites, perteneciente a Zacatecas, teniendo como línea divisoria una de las calles del mismo poblado.

El tan irregular perímetro ocasionaba que cuando se emprendía el viaje desde Colotlán a Guadalajara sólo se caminaban cuatro leguas en territorio jalisciense y todo el resto del trayecto, hasta llegar al paso de San Cristóbal, cruzaba territorio zacatecano.

Zona de orografía accidentada, la superficie del distrito de Colotlán fue descrita como "quebrada y desigual" y formada "en lo general de montes y serranías", donde los yacimientos minerales cran numerosos. Pese a la inundación de los tiros y otros problemas que dificultaban su explotación, las minas de plata en Bolaños, Chimaltitán y San Andrés del Teúl-, de cobre y plomo -también Bolaños-, y de cantera, salitre y cal, todavía empleaban a un pequeño sector de la población. En 1842 la estadística señalaba la existencia de una compañía inglesa trabajando en Bolaños, aunque seis años más tarde ya no se mencionó.

Sin embargo, para la época de las tres estadísticas, la mayoría de los habitantes del Octavo cantón ya no se dedicaba primordialmente a la extracción de materiales del subsuelo. La agricultura, maíz y frijol. principalmente, junto con la cría de algún ganado vacuno y caballar y "muy pocos cerdos” ocupaban y daban sustento a la mayor parte de los 41,000 colotlenses que había en 1839. Se necesitaban temporales de lluvia abundantes para obtener cosechas que, aun así, resultaban escasas, con rendimientos aproximados a las 80 y 100 fanegas de maíz por cada sembrada, y hasta 8 por una de frijol.

La dieta se complementaba con frutos silvestres según la región y época del año: pitayas, guamúchiles y tempisques para los vecinos de las zonas cálidas de Bolaños; bagres, truchas y boquinetes para los moradores de pueblos situados junto a un río, como Chimaltitán, Bolaños, Santa María de los Ángeles, Mezquitic y Colotlán; miel que se compraba a los huicholes, etc. Además, en algunos valles y planos se cultivaban hortalizas, caña de azúcar y diversos frutales.

A través de las tres estadísticas es notorio observar que en estas tierras áridas y de lluvias escasas, la presencia de ríos y arroyos constituía un elemento esencial para la vida de pueblos y ranchos, por una doble y contradictoria razón; el beneficio que podían representar para la agricultura y la ganadería, pero también por el riesgo de sus crecientes, que no sólo destruían lo que encontraban a su paso, sino que arrastraban las delgadas capas del suelo agrícola.


Las Noticias geográficas de 1842 aportan información hidrográfica más detallada. Por ellas se advierte que el río Bolaños constituía la cuenca más importante en la zona. Recibía las aguas de los ríos Colotlán y Mezquitic, después que estos habían regado huertas y abastecido los hogares de varios poblados, y después seguía su trayecto hacia el sur por la barranca tallada por sus propias aguas.

San Andrés Coamiata también contaba con un "hermoso río" y había ojos de agua dispersos por todo el Cantón que beneficiaban sembradíos y huertas situados en sus cercanías.

El aprovechamiento de las corrientes de ríos y arroyos era determinante en la vida de las comunidades colotlenses. Indígenas y particulares, pueblos y hacendados, protagonizaban frecuentemente pleitos y acuerdos, buscando siempre la dotación indispensable para sus cultivos y ganados, y aun para el uso doméstico. Las fuentes disponibles dan cuenta de los obstáculos y dificultades para controlar y utilizar los recursos fluviales, así como de la permanencia del problema. 

Aunque ya en 1798 se habían expedido disposiciones para regular el uso común de las aguas del río Colotlán entre los habitantes de esa villa, los de Santa María y los indígenas de Santiago Tlatelolco, éstas eran quebrantadas constantemente. Todavía en 1892 seguían suscitándose quejas debido a que los empleados de Santa María de los Ángeles contenían el caudal del río. Y en 1905, era el ayuntamiento de Santa María de los Ángeles el que mostraba sus títulos de derecho sobre las aguas, protestando contra el jefe político y el ayuntamiento de Colotlán por haber mandado romper los bordos y cortinas de los ríos de Jerez y Tenasco. En todos los casos se trataba de corrientes muy variables de una época a otra, que al llegar el temporal de lluvias crecían peligrosamente. 

Pese a que desde 1824 se había construido un desagüe para disminuir el peligro de inundaciones en Colotlán, en 1826 las aguas del río llegaron hasta la iglesia de San Nicolás, donde alcanzaron dos varas de altura y afectaron gravemente sus cimientos. Los esfuerzos por disminuir los daños ocasionados por temporales muy abundantes resultaban infructuosos, y todavía en 1876 y 1884 el río Colotlán desbordado destruyó la Alameda y las huertas del barrio llamado Chihuahua, respectivamente. Nuevas avenidas que se llevaron los sembradíos, el 29 de septiembre del siguiente año, decidieron a los vecinos a edificar un dique que redujera el peligro, para lo cual solicitaron el apoyo del gobierno estatal.

A lo largo del periodo 1839-1848 se mantuvo la división de la jurisdicción en dos partidos: el de Colotlán y el de Bolaños, según la capital de cada uno. Aun cuando en 1846 el distrito de Colotlán recuperó su denominación como Octavo cantón del estado de Jalisco, el río Cartagena siguió marcando el límite entre los ahora departamentos de Colotlán y Bolaños.

De acuerdo con las estadísticas, al regresar el federalismo, en la capital del Cantón funcionaban: un juzgado de letras, dos de paz, una administración de correos y otra de rentas, de la que dependían las subreceptoras de toda la región. Funcionaba también una escuela municipal "de primer orden para niños, y había un acueducto que, durante el verano, surtía a la población.

Su iglesia parroquial era atendida por dos sacerdotes, mientras que sus dependencias en Santa María y en Huejúcar contaban con un clérigo residente en cada una. En 1835, a iniciativa del presbítero José Tadeo Suárez, habían continuado los trabajos de construcción de una iglesia de piedra comenzada años atrás, para lo cual los feligreses ayudaban con trabajo, carretas para acarreo de material y limosnas.

Para esa época la fisonomía de la ciudad de Colotlán se transformaba. Parte del curato y la huerta adyacentes al antiguo convento franciscano habían sido vendidos desde 1827 por el señor cura Ignacio Suárez, por estar convertidos en “terrenos tirados” sin beneficio para el aumento y hermosura del pueblo. Aunque el señor Suárez murió sin concluir los trámites de la venta, en 1831, gracias al testimonio de los indígenas más ancianos, hijos del pueblo, como Gregorio Saldaña, de 87 años, labrador viudo y Marcos Marcelo Escobedo, de 73 años, se confirmó que esos terrenos siempre se habían reconocido como propiedad de la iglesia y nunca del fondo de la comunidad, y con ello los compradores españoles pudieron construir sus casas dentro del perímetro del pueblo; entre ellos: Rafael del Real, Rafael Rivera, don Vicente Sánchez y Francisco Casillas.

Por lo demás, Colotlán mantenía la división de su población indígena en los tres cuarteles coloniales: Tlaxcala, Soyatitán y Tochopa, bien organizados y con autoridad para presentar peticiones y realizar trámites ante las instancias civiles y eclesiásticas.

Huejúcar, una de las localidades más afectadas por la violencia de la década insurgente -cuya iglesia había sido asaltada en 1816 por la gavilla de Hermosillo, que se llevó todos los fondos de las cofradías, de bulas y de la fábrica material del templo, y que a consecuencia del incendio de casas, semillas y telares había quedado prácticamente desierto- en 1839 contaba con 2,334 habitantes, ayuntamiento propio, subreceptora de rentas, fielato de tabaco, administración de correos y había proyectos de construir dos naves laterales a la iglesia, que resultaba ya insuficiente para dar cabida a los creyentes.

Por esa misma época, en las cercanías de Huejúcar, se había vuelto popular la celebración del carnaval en la hacienda de La Labor "con pretexto de celebrar una imagen de Nuestra Señora".

La fiesta daba lugar a excesos en al juego y al consumo de alcohol, que llegaron a preocupar a las autoridades civiles y, aún más, a las eclesiásticas, ya que en alguna ocasión las corridas de toros se prolongaron hasta la segunda semana de la cuaresma.

Bolaños, población con agua en abundancia, según las “Noticias estadísticas de 1848”, sobresalía en varios aspectos, como herencia de su riqueza de tiempos pasados dos escuelas municipales para niños, un juez de letras y tres de paz, y administración de correos a la que debía llegar semanalmente la valija reglamentaria. Sin embargo, sus mejores tiempos ya habían quedado atrás.

Gracias a su clima cálido y a la disponibilidad de agua suficiente, en sus huertas se cultivaban sandías, melones, plátanos, ciruelas y cacahuates.

En lo eclesiástico, el territorio del Octavo cantón estaba dividido en siete curatos: Colotlán, Mezquitic, Huejuquilla, San Andrés, Bolaños, Chimaltitán y Totatiche. Además, hacia mediados del siglo, los franciscanos colaboraron para el servicio de las almas visitando las "misiones nayaritas", como Santa Catarina, San Andrés Coamiata y San Sebastián, donde los huicholes tenían sus iglesias. Aunque pertenecían a la parroquia de Bolaños, estos lugares habían sido atendidos durante la Colonia por un sacerdote costeado por el gobierno español, que alternaba sus residencias entre los tres pueblos.

Los totales de población que proporcionan las estadísticas de 1839 y 1848 deben tomarse con ciertas reservas, por las dificultades que representaba censar una población tan dispersa en una geografía tan accidentada. Para 1839 se calcularon 41,361 habitantes que, casi una década más tarde, habían aumentado a 43,050. Estudios basados en los registros de bautismos y entierros en varias parroquias del Octavo cantón encontraron que en las primeras décadas del siglo XIX la población experimentaba un lento ascenso, aunque con diferencias de un curato a otro, al parecer relacionadas con la cantidad de tierras laborables disponibles.

Aunque la comparación de la población por localidad es arriesgada, porque en varios casos no queda claro en qué lugares las cifras incluyen a los habitantes de pueblos y rancherías junto con los de la cabecera, el aumento más notable fue el que mostró Totatiche, que pasó de 2,918 habitantes, incluyendo los ranchos que se localizaban en su municipalidad, a 6,885. Esto podría explicarse por la influencia que la bonanza minera de Bolaños había ejercido décadas atrás sobre la demografía de esta área que le proporcionaba avíos y alimentos, y porque se asentaba en una zona donde se localizaban las mejores tierras. La parroquia de Santiago de Totatiche comprendía los actuales municipios de Totatiche y Villa Guerrero.

De todo el Cantón, las ciudades de Colotlán y Bolaños concentraban mayor número de habitantes en 1839, pero para 1848 esta última había perdido más de la mitad de sus vecinos, convirtiéndose en una población de apenas 2,000 habitantes. En 1842 todavía trabajaba allí una compañía inglesa, pero para 1848 la minería se clasificó ya como industria muy pequeña a causa de la inundación de las minas y el fracaso de la empresa extranjera.

Detrás de las cifras están, seguramente, varias crisis y epidemias, como el cólera morbus que llegó al Octavo Cantón en agosto de 1833, según testimonio de uno de los sacerdotes de Totatiche, quien recordaba que tuvo que "emprender correrías y sufrir impetuosos aguaceros pernoctando en casas de los heridos de la epidemia", resultando insuficiente los dos ministros de la parroquia para auxiliar a los moribundos. Asimismo, existen fuentes que hablan de una "desgraciada circunstancia” hacia 1842 en la zona, que debe estar relacionada con la decadencia minera y cosechas escasas, señalando que los fieles preferían pagar bautismos y entierros con alguna cabeza de ganado en lugar de efectivo, por no haber quien se las comprara ni en la mitad de su valor real.

Pero, sobre todo, esa "desgraciada circunstancia" estuvo relacionada con un proceso que en esos momentos afectaba a todo el estado y aun al país, si bien con matices propios en cada región: el deterioro de las condiciones de vida originadas por el reparto de los bienes de comunidades que se había iniciado a raíz de la Independencia. 

Poco sabemos hasta ahora sobre el impacto de este proceso en el Octavo cantón, que en los primeros siglos coloniales constituyó un territorio casi exclusivamente habitado por indígenas, que mantuvieron sus instituciones y propiedades a lo largo de la Colonia, favorecidos por sus privilegios como defensores de la frontera. 

A través de las tres descripciones que aquí se han venido manejando, la importancia de la población indígena se manifiesta a través del número de localidades clasificadas como "pueblos de indios" que se mencionan: Santiago Tlatelolco, San Nicolás, Tenzompa, Soledad Pochotitán, Tepisuac, Temastián, Acaspulco, Azquetlán, Santa Catarina, San Andrés Coamiata, San Sebastián y Huilacatitán, todas ellas distribuidas a todo lo largo y ancho del Cantón. Pero, además, había también comunidades indígenas formalmente constituidas en todos los pueblos y villas, a excepción del Real de Bolaños y todas ellas vieron llegar el siglo XIX contando todavía con sus títulos de mercedes de tierras y de fundo legal, con sus cofradías y con sus cajas de comunidad.

La cofradía más antigua de la región que aparece en los archivos eclesiásticos de Guadalajara es la de la Concepción de la Virgen Santísima, formada por los naturales del pueblo de Santiago de Totatiche. Se desconoce la fecha exacta de su fundación, pero en la visita pastoral del obispo Verdín y Molina, en 1672, se informa de la pérdida del libro donde se hacían las anotaciones referentes a sus bienes, ordenando se iniciara uno nuevo, lo que se llevó a efecto por parte del alcalde, indio natural de ese pueblo, Miguel Hernández.

En Mezquitic existían, todavía en 1817, cinco cofradías con bienes y ganados y gastos anuales, que en el caso de la Cofradía de las Animas llegaban a los 163 pesos con cinco y medio reales por año. Nostic sostenía por lo menos una cofradía, la de San Pedro, patrono de los indios, aunque ésta había perdido sus bienes cuando les quitaron las pertenencias de su iglesia por "haber sido malos al principio de la insurrección".

De acuerdo con sus registros parroquiales, a principios del siglo XIX, los curatos de Santa María de los Ángeles y Huejúcar estaban habitados por una mayoría indígena -75 por ciento-, mientras que Colotlán y Totatiche eran las parroquias con mayor porcentaje de población española.

Además, la distribución étnica seguía un patrón especial: los españoles preferían vivir en ranchos y haciendas, mientras los indígenas permanecían en los pueblos, villas y antiguas comunidades.

La proporción de la población indígena no se menciona en ninguna de las estadísticas, aunque es de suponerse su predominio en los pueblos de indios. Por otra parte, existen ciertos indicios que hablan de porcentajes importantes de indios en la documentación eclesiástica que, todavía a mediados del siglo XIX, distinguía los bautismos, matrimonios y defunciones de cada etnia al hacer los reportes periódicos, cosa que no sucedía en otras regiones del estado. En la documentación civil el caso es la mención de matrículas de indios existentes todavía en algunas municipalidades en 1848.

Entonces, si en todas las municipalidades se localizaban uno o más "pueblos de indios", puede hablarse de una región donde el indígena no fuera tan vulnerable al despojo atestiguado en otras áreas de la Nueva Galicia. La presencia indígena tuvo el peso y fortaleza suficiente como para conseguir una situación menos desventajosa de la que sufrieron comunidades de otras regiones del estado y del país.

Sabemos que en la región vecina de los Cañones del sur de Zacatecas y en Teocaltiche, los fundos legales que se otorgaron en la Nueva Galicia eran más extensos que los del centro de México y que hubo pueblos capaces de sostener litigios costosos y largos para proteger sus tierras, y que la escasa presencia española pudo favorecerles de alguna manera.

Documentar los pasos que siguió la desincorporación de las tierras comunales en la zona norte de Jalisco es una tarea que aún está por hacerse y que reviste gran importancia ya que, dado el peso que tenía la población indígena de acuerdo con las fuentes de la primera mitad decimonónica aquí analizadas, ese proceso debió afectar todas las esferas de la vida en la región.

Afortunadamente, los archivos estatales parecen ofrecer buenas posibilidades para la realización de esta tarea. Por ellos sabemos que la primera denuncia que recibió la Audiencia de la Nueva Galicia, por invasión de un particular a tierras indígenas en lo que sería el Octavo cantón, fue presentada por los indios de San Francisco de Huejúcar y Tesosticacán contra Pedro Castillo que afirmaba que el puesto de Echenquique era de la Corona, cuando los naturales ya habían recibido el título de propiedad.

Posteriormente la labor de trigo de El Cuidado debió ser usurpada también a los indios dando origen a la hacienda del mismo nombre. Este puede considerarse el punto de partida de una larga lucha por la tierra que tal vez todavía no termina.

Tras la consumación de la Independencia. en 1822, el Gobernador de la Frontera de San Luis Colotlán, coronel Mariano Urea, recibió instrucciones para repartir el fundo legal de los pueblos entre los indios, según los solares necesarios para su mantenimiento, y conservar los restantes para los ayuntamientos. Sin embargo, la transformación de la propiedad comunal en propiedad individual no resultó ni sencilla, ni rápida.

No tardaron en aparecer numerosas dudas acerca del procedimiento y surgieron peticiones e interesados no indígenas en obtener solares.

Las autoridades municipales se vieron precisadas a recurrir a la Diputación Provincial en busca de orientación, sin que esto fuera obstáculo para que en la práctica se despojara a los legítimos dueños.

Llegando hasta el caso de la venta de un terreno de los indígenas de Santa María de los Ángeles en el que se ubicaba el camposanto.

Así las cosas, en el cantón de Colotlán, el reparto de las tierras comunales no había concluido para 1848, cuando un informe de los ayuntamientos mostraba avances muy desiguales.

En ciertos lugares, como Mezquitic, ya no quedaba nada más por repartir, en Mamatla se había dotado a 77 indígenas; pero en otros, Colotlán entre ellos, pretextando no contar con fondos para pagar las medidas de las tierras, prácticamente no había iniciado el reparto.

En otros casos eran los hacendados y otros particulares quienes impedían la división de los antiguos fundos legales al mantener amplias extensiones de ellos invadidos.

La hacienda de San Antonio de Padua usurpaba el de Huejuquilla, las de Huacasco y El Cuidado, el de Tlalcosahua; la Encarnación y el Epazote, el de Colotlán, etcétera.

Aunque no conocemos con exactitud cuál fue la extensión de labores y montes concedida "por razón de pueblo" a las comunidades que aparecen en estadísticas decimonónicas; el proceso afectó, aparentemente, en mayor medida las tierras que para ellos eran más valiosas. los bosques de donde obtenían pastos y leña, indispensables para su subsistencia.

Sólo contando con evidencias que permitan responder si las comunidades del Norte de Jalisco alguna vez estuvieron en condiciones de defender sus propiedades, si tuvo algún significado para ellas la Independencia como oportunidad para que un número cada vez mayor de españoles ejerciera presión y cómo se presentó su desintegración comunal, podrá verse más claro el escenario que los estados nos ofrecen.

Escrito por Celina Guadalupe Becerra - UdeG

miércoles, 1 de junio de 2022

Gabriel Campos Aguayo, colotlense distinguido en Veracruz y su tierra

Por: José Alonso Serrano Campos

Don Gabriel Campos en la oficina de su papelería
Gabriel Campos Aguayo fue un respetable colotlense radicado en Xalapa, Veracruz; quien a lo largo de sus años permaneció cercano del terruño que lo vio nacer, hombre de generosas obras altruistas, miembro de una hermosa familia ejemplar, próspero en su trabajo y entrañable con todos sus seres queridos.

En este sentido, con el respeto y solidaridad de su familia para la realización de esta reseña, se cuenta en las siguientes líneas acerca de la vida, ancestros y legado del señor Gabriel Campos, cuyo nombre nos es familiar y constantemente relacionamos cuando los hombres de a caballo en Colotlán hacen referencia al lienzo charro de esta ciudad.

El abuelo de Gabriel, don José Manuel de Jesús Campos Delgado, nació en el año de 1860, bautizado en Tlaltenango, Zacatecas el 19 de febrero del mismo año, se trata de aquel renombrado Manuel de Campos que pobló de hijos la región sur de Zacatecas y norte de Jalisco, en la familia se cuenta que era militar y que cambió su apellido Freire en aquel entonces; en uno de sus matrimonios con María Jesús Pinto Herrera el 11 de octubre de 1879 en Momax, Zacatecas, tuvieron 5 hijos: Anselmo (1880), Ignacio (1882), Basilio (1884), Braulio (1885) y María Genoveva (1891); hicieron vida en la comunidad del Refugio, perteneciente al municipio de Colotlán, Jalisco.

Ahí en el seno familiar, el acta de nacimiento de Basilio Campos Pinto (registrado siempre con la letra C: “Bacilio”) se lee que nació el 15 de junio de 1884 en El Refugio, Colotlán, Jalisco; este a su vez contrajo matrimonio el 17 de octubre de 1907 en Colotlán con María Estefana Aguayo Herrera, ella nació en 1887. Tuvieron 9 hijos: Francisco (1909), Jesús (1911), José Buenaventura (1914), Manuel (1918), Sara (1919), Salvador (1922), Trinidad (1924), Gabriel (1926) e Ignacio (1929).

De ellos y motivo de esta reseña, nació Gabriel Campos Aguayo el 24 de marzo de 1926 en el rancho de sus padres: San Francisco del Refugio, ubicado a pocos kilómetros al sur de la cabecera municipal de Colotlán, donde vivió su infancia junto a sus padres y hermanos, a pocos días de nacido fue bautizado en la iglesia de San Luis Obispo y posteriormente fueron vecinos del barrio de Soyatitlán de la cabecera, por allá en el censo de 1930 fueron registrados en ese distintivo barrio del pueblo.

Registro de Nacimiento de Gabriel Campos

Su hermano José Buenaventura Campos Aguayo quiso entrar al seminario, pero hubo voces de que no era su vocación, sin embargo, decidido se fue a la ciudad de México y ahí logró entrar al seminario de Veracruz dirigido por el obispo Rafael Guízar y Valencia, en ese tiempo se hacía clandestinamente por la revuelta cristera, pero fue ahí donde logró ordenarse sacerdote. Su primera encomienda fue en la catedral veracruzana para apoyar en las labores de aquel lugar, fue así que luego llegaría Gabriel y su familia hasta Veracruz, pero iremos con calma contando su trayecto.

Mientras en Colotlán, Gabriel desde niño en el rancho comenzaba su día muy temprano para rezar el rosario junto con su mamá al cabo de abrir las puertas de su cuarto y despertarse con el rechinido de las mismas, estuvo uno o dos años en el seminario menor, no le gustó y se regresó a su pueblo. 

Aún pequeño con sus padres y el resto de sus hermanos contaron con un negocio familiar de abarrotes ubicado por la calle Independencia, antes trabajaron en la tienda grande del señor José Ortega del Real, fue ahí que conoció el oficio de comerciante, se destacó por tener habilidad para los números y sacar la cuenta de los clientes mentalmente sin problema. En tiempos del antiguo mercado ubicado a un costado de la iglesia de San Luis Obispo quisieron probar suerte con una pequeña tienda familiar, ahí también duraron por alguna temporada.

La mama de Gabriel, María Estefana Aguayo, tenía problemas de los bronquios, asma y batallaba con su respiración, dejó este mundo a los 56 años de edad en el mes de abril de 1943, en septiembre del mismo año murió otro de sus hermanos: Manuel, apuñalado por un borracho que le perforó la femoral durante las fiestas patrias en una vecindad de la ciudad de México, esa herida en la pierna hizo que se desangrara y por lo tanto perdiera la vida.

Con la muerte a cuestas de su esposa y uno de sus hijos, el negocio familiar que encabezaba Basilio Campos ya no era lo mismo, por lo tanto, juntó a sus hijos y se pusieron a buscar nuevos horizontes; Veracruz les fue atractivo, movida la idea por el sacerdote que estaba allá, se trataba de un estado de la república rico, de mucha agricultura, así que no lo pensaron mucho, terminaron con la tienda y se fueron a comenzar de nuevo, esto fue posible con el dinero de haber traspasado el local y la invaluable ayuda del sacerdote.

Gabriel se llevaba muy bien con su hermano Salvador, este último se quedó en la ciudad de México y fue quien empezó a trabajar en una papelería y principia a meter al resto de su familia en el negocio que posteriormente les sería próspero.

Don Gabriel Campos Aguayo
Mediante el hermano sacerdote, recibieron ayuda para encontrar una casa y trabajo, los hermanos Campos Aguayo iniciaron a trabajar en el ingenio de caña “la Concha en Jilotepec”, Gabriel como asistente del administrador, contestando el teléfono y haciendo otras tareas administrativas; por su parte, en “la Hacienda del Orduña” trabajó su hermano Ignacio.

Todo esto ocurrió en los primeros días del año de 1944, llegó a Veracruz con tan solo 17 años de edad. Gabriel se fue a la “Hacienda de San Juan” donde cultivaban la caña, ahí aprendió a escribir a máquina. En poco tiempo fundaron su propio negocio, vendieron los terrenos del rancho del Refugio y con ese dinero pudieron poner una papelería, una tienda muy chica de tan solo nueve metros cuadrados, la puerta y un pequeño aparador, tratando de acomodar los lápices para que se viera lo más lleno posible el estante.

Salvador era muy carismático, Gabriel más serio pero muy activo, comenzaba su jornada temprano, hacía sus oraciones, acudía a misa, para luego abrir su tienda a las 7:00 de la mañana y cerrar a las 11:00 de la noche; atendía a sus clientes, limpiaba, desempacaba la mercancía y llevaba la parte de la operación, Salvador era la mente que aportaba las ideas y novedades en el negocio, mientras que el administrador era Gabriel.

Trabajadores y honestos se hicieron de buena reputación, la Papelería “El Iris, Campos Hermanos”, abrió sus puertas con los hermanos más chicos como accionistas. Gabriel decía: “Sin mucho capital, pero eso si… con mucho nombre”, se dio de alta como una sociedad anónima.

La clave del éxito era atender ellos mismos su negocio y la gente los ubicaba porque les llamaba la atención, muchas normalistas se acercaban a ver las novelas nuevas que salían, obviamente aprovechaban para comprar sus materiales y así ellos se iban dando a conocer en el negocio de la papelería. Gabriel siempre fue sumamente cuidadoso con las finanzas, con el dinero muy ordenado.

Aún soltero, Gabriel estuvo un tiempo en Estados Unidos, se fue a San José, California a seguir el sueño americano, allá vivió con algún pariente, le tocó la temporada de ejote y pera, bastante pesada labor, pero no le gustó y mejor volvió a su país. Cabe decir que Gabriel acudía a Colotlán continuamente.

En uno de esos viajes conoció a su esposa Irene Navarro Márquez en 1945, cuando un día andando por Colotlán para vender las propiedades de sus padres, jugaba en el billar con varios de sus amigos, vio por la calle a una joven, los amigos le dijeron quién era, se trataba de la hija de don Eliseo Navarro, originales del Carrizal; Irene nació en 1933 y aún visita a Colotlán con sus hijas, nietos y bisnietos para saludar al resto de su familia; en aquel entonces Gabriel se ilusionó de conocerla, ella iba a comprar hilos acompañada de una criada y también ella lo vio; desde ahí se gustaron.

Gabriel muy elegante, al día siguiente de haber sabido de su existencia, apareció en la talabartería que estaba en la esquina, justo enfrente de la casa de Irene, con el pretexto de saludar al talabartero, reveló sus intenciones y se pasaba buenos ratos tratando de ver a la muchacha que le robó el corazón. La criada se dio cuenta que enfrente estaba ese hombre y corrió a avisarle a Irene, con mucho cuidado y sigilo, nerviosa y arriesgada pues no era bien visto que la gente se hablara con desconocidos.

Con las pocas oportunidades que se daban, salía a tirar el agua de los trastes a la calle, así intercambiaban miradas, sin poder hablarse, a los días Gabriel se animó a mandarle una carta, presentándose y exponiendo su intención de conocerla, como pudo le hizo llegar la respuesta con su aprobación, a los pocos días Don Eliseo dio la indicación a su esposa de irse con su familia al rancho de la Cofradía y ahí quedó ese primer contacto.

La joven Rebeca, prima de Irene, tuvo su intervención en la futura pareja, ella era amiga de Gabriel y era quien servía para pasarle información, él se fue a Xalapa y siguió en contacto mandándole novelas, pero a Irene le daban celos. Pasaron varios años, el destino dispuso que volvieran a verse, Gabriel en Colotlán volvió a encontrarla por las calles del pueblo; se seguían gustando y se escribían cartas, pasándoselas en secreto, poco llegaron a conversar a escondidas pero rápido hablaron de matrimonio; Gabriel organizó una comitiva, juntó amigos para abogar la autorización de Don Eliseo y así el pretendiente no tendría que presentarse en casa de la novia.

Así fue como juntos: un hermano de Basilio, Pedro Macías y Baudelio Flores, acudieron a la casa de la pretendienta, en casa ya sabían que la iban a pedir; luego de escucharlos Eliseo le pidió a Irene si conocía bien a Gabriel y si realmente estaba dispuesta a comprometerse y a irse a vivir tan lejos. Al escuchar la rectitud e intención, no se opuso y dio aprobación para el nuevo matrimonio, formalmente sumaron a Gabriel en reuniones familiares.

Al mes de la requerida, el 30 de septiembre de 1954, se casaron, la fiesta fue en casa de don Cuco Raygoza, ella vestida con un vestido azul que llevó su cuñado Salvador desde Xalapa, en su casa paterna se llevó a cabo la boda civil. No hubo un enlace religioso, pues Irene era bautista, luego de 4 años se hizo católica. De esta pareja hubo cuatro hijas: Leticia, Corina, Irene y Gabriela.

Cabe destacar que el hermano Salvador falleció muy joven, casado con la señora Carmelita Santacruz, tuvieron cuatro hijos y fue Gabriel quien con mucha fe y compromiso siempre estuvo al pendiente de: Salvador, Blanca, Carmelita y Luis Manuel. Por su parte, el señor Basilio murió de cáncer de estómago muchos años después de haber llegado a Veracruz, aún tuvo la oportunidad de conocer a sus dos nietas mayores, hijas de Gabriel.

Gabriel Campos y Alfonso Lozano
El señor Simón Navarro Alejo, tío de Irene, cuenta que un día saliendo de una charreada en un congreso charro en Zacatecas, se encontró con Gabriel Campos, que también era aficionado a la charrería, él tenía a sus hijas en la escaramuza llamada “Las Palomas” perteneciente a la Asociación de Charros de “La Herradura de Xalapa”. Muy emocionados después de haber visto lo mejor de la charreada, platicaron acerca de construir un lienzo charro en Colotlán. Aquí cabe destacar la importante compañera de vida de don Gabriel, la señora Irene Navarro, con quien siempre salieron adelante en todos los aspectos de la vida.

Desde diciembre de 1982 comenzó la construcción, el lienzo charro quedó listo el 1 de mayo de 1983, a las cuatro de la tarde, se inauguró el inmueble concediéndole ese privilegio a don Carlos Sánchez Llaguno (considerado el charro número uno de México), haciendo él el tradicional corte de soga para su inauguración y luego continuar con la charreada inaugural entre los campeones Nacionales de ese año los Charros de Pátzcuaro, Michoacán y los once veces campeones nacionales Charros de Jalisco, siendo todo un éxito el evento.

En 1997, a pesar de don Gabriel no estar de acuerdo, se optó por acuerdo general de los socios charros, que el lienzo charro llevara el nombre de quien gracias a su iniciativa se cuenta con un Lienzo Charro y se llama merecidamente “Gabriel Campos Aguayo”.

Don Gabriel, su nieto Luis y su esposa Irene Navarro
Entre los años 2006 y 2007 Gabriel conformó con ayuda de sus abogados una asociación civil en su querido rancho donde nació, la institución se llama “La Chichoca de la Barranca A.C.”, cuya misión era promover la construcción de la presa del Refugio, proyecto aún sin concretarse pero que en su momento contó con gran impulso y aceptación.

Gabriel Campos lamentablemente falleció el día 1 de junio de 2012 a los 85 años de edad en Coatepec, Veracruz a consecuencia de un tumor encontrado en su cerebro. 

Agradecimiento especial merece esta reseña a su esposa Irene, sus hijas y su nieto Luis de Alva Campos.


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