López de Nava ingresó al Seminario Conciliar de Guadalajara, donde cursó Latín y el Curso de Artes de Filosofía, el cual concluyó en 1826 bajo la conducción del catedrático José de Guadalupe Espinosa.
Luego siguió sus estudios de Teología. El 12 de enero de 1835 solicitó las órdenes sagradas, y al no haber obispos en todo el territorio nacional, por la presión del rey de España al papa para que no nombrara obispos en sus antiguos reinos, junto con Agustín Rivera y Juan José Caserta emprendió a caballo el viaje de Guadalajara a Tampico, para de ahí embarcar hacia Nueva Orleans, donde el obispo de la localidad lo ordenó sacerdote.
A su regreso a Guadalajara impartió el Curso de Artes de Filosofía en el Seminario Conciliar, el cual concluyó en 1836. Por sus travesuras y sus superficialidades por las que se caracterizaba, fray Manuel de San Juan Crisóstomo Nájera llegó a decir con gran severidad: “Lo que más ha perjudicado al Seminario en los últimos años, son las ideas racionalistas de Ortiz, la superficialidad y pedantería de Orozco y la inmoralidad de López de Nava”.
En la Universidad de Guadalajara, el 5 de marzo de 1835 recibió el grado de licenciado en Teología, y el 19 del mismo mes y año obtuvo el grado de doctor en la misma Facultad.
Al concluir su labor como catedrático del Seminario, el obispo Diego Aranda lo nombró vicario cooperador de varias parroquias foráneas. Luego fue cura interino de Hostotipaquillo, Jalisco, y finalmente ganó por oposición el Curato de Colotlán: “Pero –escribe Agustín Rivera– como aquel hombre no tenía rey ni roque, a la hora que se le antojaba y con algún pretexto se iba a pasear a Guadalajara y a México, donde tenía muchos contertulianos y gastaba muchos pesos [en el juego de los naipes]”.
En 1845 fue electo diputado al Congreso de la Unión por el Estado de Jalisco, por lo que pasó a radicar a la capital del país. Pero el Congreso fue disuelto y se quedó sin cargo. El 24 de diciembre de 1846 ocupó la vicepresidencia de la república el doctor Valentín Gómez Farías, quien en ausencia del presidente Antonio López de Santa Anna expidió la llamada “Ley de [bienes] de manos muertas”, que afectaba los bienes de la Iglesia. El problema era que nadie quería ocupar el Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos para firmar el refrendo de dicha ley.
¿Cómo ocurrió, entonces, el nombramiento del doctor Nava para tan delicada y comprometedora responsabilidad?
Pasó este diálogo entre el vicepresidente y algunos de sus amigos:
–Nombra ministro de Justicia a Andrés de Nava y él expide la ley.
–¿No es López de Nava el cura de Colotlán en el Obispado de Guadalajara?
–El mismo.
–¡Hum! ¡Un cura autorizar esa ley!
–Pues Andrés López la autoriza. Tú no lo conoces. Es muy liberal y tiene una cabeza muy singular y grandes energías individuales.
–Tráiganmelo.
Y luego de ser oficial mayor, fue nombrado ministro de Justicia y de Asuntos Eclesiásticos, como era de esperarse refrendó la citada “Ley de manos muertas” del 11 de enero de 1847, ante la enérgica protesta de los obispos y de la prensa. En cuanto dejó de ser útil al régimen liberal, lo despidieron y se encontró sin ningún peso. Entonces regresó a Guadalajara el 5 de mayo inmediato, donde el obispo Diego Aranda lo obligó a retractarse:
–Si no se retracta usted públicamente de haber autorizado la Ley del 11 de enero, le quito a usted el curato [de Colotlán].
–Sí Ilustrísimo Señor, estoy en la mejor disposición de retractarme por la prensa, y doy de fiador al Pato.
–¿Quién es [el] Pato?
–Marianito Guerra.
–¡Puf! ¡Qué modo de tratar a un señor capitular!
Antes de regresar a su parroquia de Colotlán, muy ufano repartió el texto de su retractación, ante la indignación de los liberales radicales.
Durante la Guerra de Reforma fue muy perseguido por las tropas del general Jesús González Ortega, por lo que huyó a Guadalajara, donde publicó sus afamadas “Cartas a un amigo”, en las cuales ridiculizó duramente al citado general. Por lo que, al triunfo de los liberales, el 3 de noviembre de 1860 huyó a la sierra de Nayarit, ahí permaneció escondido durante más de un año, en medio de grandes penalidades.
Siempre fugitivo, durante siete meses sirvió el Curato de Huaynamota, del Obispado de Durango, de ahí pasó a San Juan Capistrano, a la Hacienda de Ameca y a otros lugares más, hasta que el 4 de enero de 1862 fue hecho prisionero.
El gobierno del estado de Zacatecas le dio permiso para residir en Valparaíso, Zacatecas, donde pasó enfermo sus últimos días y falleció el 19 de agosto de 1862.
Escribió diversas obras, de las que destacan: A mis discípulos [del Seminario] (1836); Comunicación al Ilustrísimo Sr. Obispo de Michoacán sobre su nota de 22 de enero sobre la ley de bienes de manos muertas (1847); Retractación de sus actos como oficial mayor y ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos (1847); Carta al presbítero D. Juan Navarro, redactor en jefe del Boletín del ejército constitucionalista (1859); Carta que en estilo sarcástico y virulento ataca y ridiculiza a D. Jesús González Ortega, gobernador del Estado de Zacatecas y a otros constitucionalistas, entre otras.
Federico Anaya Gallardo, destacado investigador, escribió en dos de sus columnas periodísticas publicadas los días 6 y 14 de diciembre de 2022 acerca de las historias de nuestra gran guerra civil en Jalisco, relató que en 1857 el párroco de Colotlán, Andrés López de Nava, había golpeado en la plaza pública a un hombre de Colotlán o Santa María de los Ángeles, Ramón Rodríguez. El historiador Will Fowler usa este incidente para subrayar cómo –justo al inicio de la hecatombe– cambió la percepción social de personajes prestigiosos. López de Nava era un erudito (doctor en teología), orador mediano y buen predicador.
Expediente 6706.- Fowler reporta que “desde el púlpito muchos feligreses se encontraron con que su párroco de siempre, su entrañable padre confesor de toda la vida, predicaba ahora “contra las personas [liberales del pueblo] que le son odiosas designándolas con sus nombres y apellidos, y contra el Supremo Gobierno cuyas disposiciones califica de heréticas”. Su fuente es un largo expediente de 1857 que relata los agravios de Ramón Rodríguez, vecino de Santa María de los Ángeles –la última población antes de entrar a tierras de Zacatecas. Rodríguez se queja del cura de Colotlán, Andrés López de Nava por haberle golpeado y tener una conducta reprobable.
Al parecer Rodríguez y López se encontraron en la plaza de Santa María y el primero no se quitó el sombrero, por lo cual el segundo lo agarró a golpes. Es probable que el cura haya usado un bastón, pues el “facultativo” que examinó a Rodríguez reportó que este tenía la cabeza descalabrada, “cuatro verdugones” en la espalda y moretones menores en un brazo. El agraviado declara, en oficio al gobernador liberal, que él bien habría podido responder al golpeador; pero que el jefe político le recomendó proceder conforme a la ley. De hecho, se gastó unos siete reales en papel sellado para conseguir diversas “certificaciones”. Una, en la que consta el dictamen del médico facultativo, le costó un real (más lo que le haya cobrado el galeno).
¿Quién era ese cura? Andrés López de Nava tenía 49 años cuando golpeó a Ramón Rodríguez en la plaza. Era un hombre colérico.
Un contemporáneo –el historiador jalisciense (también cura, pero liberal) Agustín Rivera Sanromán– decía que a López de Nava se le escuchaba con agrado y se le reconocía talento. Pero también recordaba que “no tenía rey ni roque”, es decir, que era impulsivo y no obedecía. Y que gustaba de los lujos y que apostaba en los naipes tanto en su región, como en sus metrópolis (Guadalajara y en México), recordaba que “era de alta estatura, de cuerpo gallardo, membrudo, blanco, de hermoso rostro. Doctor en Teología, de instrucción superficial en varias materias, orador mediano, pero era escuchado con agrado por su claro talento, fácil palabra y excelente elocución (lo oí predicar), muy audaz, de genio socarrón, tremendo escritor público y muy afecto a tertulias, a vestir con lujo, a la buena mesa, al juego de naipes, a mirar todas las cosas por su lado ridículo, a los buenos caballos, a las buenas armas de fuego, al lenguaje de la plebe y a dar buenas bofetadas”.
Podemos imaginarlo como violento defensor de los derechos del clero. Pero sus aficiones sibaritas también denotan a un hombre de mundo (por eso Rodríguez lo denuncia por escandaloso). De nuevo, su contemporáneo Rivera nos reporta que “como aquel hombre no tenía rey ni roque, a la hora que se le antojaba y con algún pretexto se iba a pasear a Guadalajara y a México, donde tenía muchos contertulianos y gastaba muchos pesos [en el juego de los naipes].”
De hecho, López de Nava fue electo diputado federal por Jalisco en 1845, en la víspera de la Guerra con EUA. Iniciadas las hostilidades, López de Nava seguía en la capital federal y vendió su firma para él expedir la Ley sobre bienes de manos muertas que expidió Gómez Farías –por segunda ocasión al frente de la Administración Federal. Otra vez, los afanes reformistas de Gómez Farías quedaron en nada. Cuando López de Nava regresó a Guadalajara escribió una retractación pública para demostrar su lealtad a la Iglesia conservadora (pues el obispo amenazaba con quitarle su curato en Colotlán). Ese era el hombre que golpeaba ciudadanos en Santa María de los Ángeles en 1857.
El cura denunciado nos muestra un patrón: miembro de una élite cuyo interés esencial es mantener sus privilegios económicos y sociales. Si para lograrlo deben humillar o agredir a sus feligreses, no les importa. Se justifica señalando que defiende el orden institucional.
Cuando la Revolución de Ayutla (1854) encumbró a los liberales puros en un nuevo gobierno nacional, López de Nava escogió las banderas conservadoras. “Audaz, de genio socarrón [y] tremendo escritor público” (otra vez Rivera Sanromán) atacó por todos los medios a los liberales. Durante la guerra civil (1858-1861) el cura de Colotlán publicó desde Guadalajara un librito satírico (67 páginas) bajo el título Carta al presbítero D. Juan Navarro, redactor en jefe del Boletín del ejército constitucionalista (1859). Gracias a la Universidad Autónoma de Nuevo León, tú y yo podemos leerlo en siete archivos de formato PDF. (Liga 1.) Al perder los reaccionarios, López de Nava huyó a las montañas del actual Nayarit. Luego, el gobierno liberal de Zacatecas le permitió regresar a su región, residiendo en Valparaíso hasta su muerte en agosto 1862. (Liga 2.)
Pasemos ahora a su víctima: Ramón Rodríguez, vecino de Colotlán o de Santa María de Los Ángeles. Gracias al expediente 6706 del Archivo Histórico del Estado de Jalisco (AHEJ, Gobernación, Iglesia, G.4, 1857, Caja 2), sabemos que en 1857 el cura López de Nava le dejó la cabeza descalabrada, cuatro verdugones en la espalda y moretones en un brazo. También sabemos que Rodríguez se gastó al menos 7 reales en documentar la agresión. Casi un peso fuerte (que tenía 8 reales). Aparte, Rodríguez pagó médico, servicios legales y correos. Lo hizo pese a que podría haber “arreglado” el asunto a golpes –según explicó en su oficio al gobernador liberal de Jalisco el 25 de mayo de 1857. No usó la fuerza porque un jefe político le había recomendado usar el camino de la Ley.
Ramón Rodríguez fue un ciudadano común y corriente –a quien los garrotazos del cura López de Nava le hicieron nacer la consciencia. Paradojicamente, quien ayudó a encontrar más datos de Ramón Rodríguez fue su verdugo. El cura de Colotlán y Santa María de los Ángeles describió con cierto detalle a su víctima en su Carta de 1859.
En su Carta, López de Nava se centra en su desgracia personal: “…herido en el corazón por un tal Jesús González Ortega, llamado gobernador de Zacatecas, por haberme robado éste siete escelentes caballos, quince muy buenas mulas aparejadas, y después de todo esto, condenádome él mismo á muerte, … me propuse ponerlo en ridículo en cincuenta cartas…” (Mantengo la ortografía original.) El cura reaccionario sólo alcanzó a escribir dos cartas y en ellas, sus quejas retornan obsesivamente, una vez tras otra, a sus caballos y mulas. Por cierto, que el mismo López de Nava reconoce que el general González Ortega le extendió recibo por las bestias –porque se trataba de una confiscación en tiempo de guerra y no de un robo.
Es en el cuento de la confiscación de las bestias de López de Nava que aparece Ramón Rodríguez. Lo presenta como el “secretario nocturno” de González Ortega, a quien la crisis del golpe de Estado de 1858 había llevado a la gubernatura liberal-constitucionalista en Zacatecas. Reporta también que Ramón era apodado El Roto y tenía un hermano llamado Manuel, también apodado El Roto o El Quijote. Este último –según López de Nava– era el loquito del pueblo en Colotlán.
Ramón sale a cuento cuando González Ortega recorrió la región de Colotlán en 1859. El cura conservador describe así a la tropa liberal: “más de cuatro mil léperos de ambos sexos, que eran capaces, por sus espantosas figuras, de infundir terror a los mismos demonios”. Ramón era cabo de milicias (es decir, era un guardia nacional). Según López de Nava, por confiscarle sus caballos y mulas, fue ascendido a cabo.
En “el operativo” de la confiscación, Ramón habría comandado cincuenta guardias nacionales. López de Nava había mandado a sus criados que escondiesen sus bestias en un barranco, pero Ramón las localizó porque se había confabulado con “los indios Antonio Usquiano y Brígido Mendoza” para que vigilasen la casa del cura. Usquiano era un exsacristán –quien estaba enemistado con López de Nava. El cura nos explica en una nota de pie que debe desconfiarse de todos sacristanes (quienes eran usualmente indígenas). Según él, Usquiano le habría explicado que “este es el tiempo de los sacristanes; …para ser gobernador, general de división, ministro de guerra, debe servirse primero de una sacristía”.
En resumen, Ramón el golpeado de 1857 para 1859 es parte de una conspiración general de los “inferiores” que pretenden igualarse con “sus señores”. El cura relata que González Ortega arengó a Ramón Rodríguez diciéndole que “¡Un soldado del pueblo jamás se humilla!”. Aquí inserta el cura otra nota de pie, en la que compara al soldado del pueblo con los soldados veteranos del Ejército permanente: el miliciano como Ramón Rodríguez es gente “sin disciplina, sin moral y sin religión, [que] no sabe sino robar, asesinar alevosamente, blasfemar y por último arrancar. … al fin, como … lleva una conciencia manchada con sus crímenes, lo asusta hasta una pulga. No así el soldado veterano que, bien disciplinado, y ambicioso de honor y de gloria, pelea siempre a pecho descubierto por defender su religión, su patria y su familia. Y con su serenidad y bravura ha hecho y hará siempre morder el polvo a los sacristanes generales, a los gobernadores poetas, a los abogados sin clientes, a los médicos prostituidos y a todos los infames e impíos reformadores”.
Y con todo, esas “basuras” que la tormenta social había levantado del suelo (expresión del cura reaccionario)… esas “basuras” ganaron la guerra civil y vencieron más tarde al Imperio de Maximiliano. Lo lograron porque antes de ser milicianos de las Guardias Nacionales se habían vuelto ciudadanos. Recordemos: en mayo de 1857 Ramón Rodríguez, alias El Roto, hermano del loquito Manuel El Quijote, hubiese podido golpear a su agresor. No lo hizo. Cumplió el procedimiento que marcaba la nueva Ley liberal. Ciertamente, el agresor quedó impune; pero dos años después, cuando llegó el fuego purificador de la Revolución Liberal, los nuevos ciudadanos construirían un nuevo orden, mejor y más justo que el heredado de la colonia.
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