Particularmente, el caso de las cinco colonias fundadas en 1591 ha sido objeto de diversos estudios, centrados en la interacción, casi siempre conflictiva, entre españoles, tlaxcaltecas e indígenas del norte. La ambigua posición de los colonos tlaxcaltecas como aliados de los españoles al tiempo que adversarios de los «chichimecas» ha sido analizada por autores como Andrea Martínez Baracs y Eugene B. Sego, quienes también han apuntado los resultados negativos que trajo la presencia tlaxcalteca para los indios del norte.
Otros autores, en cambio, han centrado su atención en la expansión de la cultura mesoamericana en el septentrión como resultado de la migración tlaxcalteca, en particular las técnicas agrícolas y, obviamente, la lengua náhuatl. Sin embargo, poco se ha dicho sobre el papel que jugaron los tlaxcaltecas como «soldados milicianos fronterizos», esto es, guerreros al servicio de la Corona española que durante todo el periodo colonial se ocuparon de mantener la paz y expandir la frontera cristiana.
Durante buena parte del siglo XVI los intentos españoles por colonizar el norte de la Nueva España se vieron limitados por el violento rechazo a la sujeción que opusieron los indios nativos, genéricamente denominados chichimecas, apelativo de origen indígena adoptado por los españoles para referirse a los muy diversos habitantes del septentrión. Si bien el descubrimiento de las vetas argentíferas en Zacatecas en los años de 1546-1548 trajo consigo una primera oleada migratoria de españoles, indios, negros y castas que buscaban participar en el descubrimiento, explotación y suministro de las minas, este flujo se vio pronto amenazado por el clima de violencia e inseguridad que se desató en la frontera.
A las incursiones de españoles en los territorios indios, con miras a hacerse de mano de obra esclava para trabajar en los yacimientos minerales, los nativos respondieron con cada vez más constantes asaltos a las caravanas que atravesaban el territorio, el ataque a los incipientes núcleos de población, así como la intención expresa de expulsar del territorio a los invasores llegados del sur.
Durante cuatro décadas, los ataques indios y las respuestas españolas a estos se sucedieron casi de forma ininterrumpida en la Gran Chichimeca. Fueron los años de «guerra a sangre y fuego», en los que la política virreinal se orientó a la lucha frontal con miras a someter a los grupos nativos. Como parte de esta política podemos contar las tres expediciones militares organizadas por el virrey Luis de Velasco el Viejo, entre 1551 y 1553, así como el establecimiento, durante el gobierno del virrey Martín Enríquez (1568-1580), de una línea de fuertes defensivos o presidios a lo largo del camino de México a Zacatecas, con soldados pagados por la Real Hacienda para servir de guarnición y escolta.
Sin embargo, a partir de la década de 1570 la Corona sustituyó progresivamente su política ofensiva por una defensiva, haciendo énfasis en el carácter pacífico del avance hispano, así como en la conversión de los indios nativos. Esto porque la «guerra a sangre y fuego», a más de costosa para la Corona, provocó una organización cada vez más eficaz entre los indios nativos —alianzas entre grupos antes enemigos, aumento de la cohesión grupal, mayor dominio de las tácticas de ataque— que amenazaba con aplazar de forma indefinida el conflicto. Al mismo tiempo, el descubrimiento de nuevos minerales al sureste y noroeste de Zacatecas —Guanajuato en 1555, Durango en 1563, Santa Bárbara en 1567, Mazapil en 1568, Charcas en 1573— hacía urgente la pacificación de la frontera para asegurar la mano de obra y los suministros necesarios para la adecuada explotación de los yacimientos.
La política de penetración pacífica quedó definitivamente cristalizada en las «Ordenanzas de descubrimiento, nueva población y pacificación de las Indias» dadas por Felipe II en 1573, volcadas posteriormente en el libro IV, títulos I a VII de la Recopilación de Leyes de Indias de 1680. Dichas ordenanzas exhortaban a los españoles a atraer a los indios al gremio de la iglesia y a la obediencia al rey por medios suaves y pacíficos; se les recomendaba establecer lazos de amistad con los naturales por la vía del comercio y los rescates, para que de esta manera los indios se aficionaran a los productos europeos que solo los españoles podrían suministrarles. Las ordenanzas recomendaban también a los colonos no mostrar codicia sobre los bienes de los indios, así como buscar alianza y amistad con los señores y caciques para lograr la pacificación de la tierra. Asimismo, la ordenanza 29 señalaba que en adelante «los descubrimientos no se den con título y nombre de conquistas, pues habiéndose dee hacer con tanta paz y caridad como deseamos no queremos que el nombre dé ocasión ni color para que se pueda hacer fuerza ni agravio a los indios». Así, en lugar de emplear el término conquista, en adelante debía hablarse de poblamiento y entrada.
Como parte de esta nueva estrategia, las autoridades novohispanas dieron mayor impulso al establecimiento de poblados defensivos en el norte. Haciendo eco de las experiencias previas que habían resultado exitosas, el virrey Luis de Velasco, el Joven proyectó la migración de cerca de 400 familias de indios de Tlaxcala que irían a vivir en cinco poblados establecidos en tierra de guerra. Sin embargo, a diferencia de un par de décadas atrás, el discurso oficial señalaba que el objetivo de estas nuevas poblaciones no sería ya la defensa y ofensa de los chichimecas de guerra, sino su conversión a la vida política y civil mediante el ejemplo de los tlaxcaltecas, cristianos, sedentarios, agricultores y, lo más importante, de probada lealtad al rey. En palabras del obispo Mota y Escobar, se esperaba que, con el ejemplo de los indios «civiles y políticos», los bárbaros chichimecas aprendieran «cómo araban la tierra, cómo la sembraban, cómo hacían sus cosechas, cómo las guardaban en sus granero,, cómo edificaban sus casas, cómo domaban sus caballos y mulas para silla y carga, cómo se portaban en el trato de sus personas, y cómo iban a la iglesia a misa y a recibir los demás sacramentos» para que, de este modo, se fuera «industriando gente tan inculta».
Los pueblos fundados por los tlaxcaltecas se establecieron con dos parcialidades o barrios: en uno habitaban los indios «civilizados» y en otro, los indios chichimecas dados de paz, en ocasiones, separados apenas por un arroyuelo. Así, Mezquitic, San Esteban de la Nueva Tlaxcala y San Andrés del Teúl fueron fundados junto a asentamientos previos de guachichiles; Colotlán, junto a poblados huicholes, caxcanes y tepeques; y Agua del Venado, fundado entre rancherías de huachichiles, negritos y borrados. Con esto se esperaba lograr una estrecha convivencia que redundaría en poco tiempo en la incorporación del indio norteño al orden colonial.
No obstante, a pesar de este discurso pacifista relativo a la reeducación del chichimeca y no a su exterminio, en la práctica las colonias tlaxcaltecas siguieron cumpliendo una función defensiva y ofensiva. Esta idea es patente en las capitulaciones firmadas por los tlaxcaltecas con el virrey Luis de Velasco el Joven (y aprobadas más tarde por Felipe II), donde se señalaba que los poblados tlaxcaltecas tendrían por objeto contribuir a que se conservaran y aumentaran las poblaciones de indios chichimecas dados de paz; para ello, se estableció que los tlaxcaltecas debían formar «república concertada, y procediendo con orden y forma de pueblo de gente cristiana y de guerra». Así pues, además de enseñar a los indios chichimecas a hacer sementeras y casas, los tlaxcaltecas tenían también que contribuir a pacificarlos. Para ello, los tlaxcaltecas fueron declarados no solo «libres de todo tributo, pecho, alcabala y servicio personal» a perpetuidad, sino que también se estableció que «los indios principales de la dicha ciudad que fueren a la dicha población, y sus descendientes, puedan tener y traer armas, y andar a caballo ensillado sin incurrir en pena», acotando el rey que para ello dispensaba «como dispenso con ellos la prohibición que sobre esto está hecha por el dicho mi virrey».
De esta forma, las capitulaciones de 1591 dejaban la puerta abierta para que los colonos tlaxcaltecas se aprovisionaran de armas para la defensa de sus nuevos asentamientos. Aunque el documento señala que esta dispensa aplicaba solo para los indios principales y sus descendientes, lo cierto es que, en la práctica, se hizo extensiva a una gran cantidad de hombres, en virtud de su deber de participar en las labores defensivas y ofensivas. A la larga, en tres de las cinco colonias tlaxcaltecas se gestaron organizaciones de milicianos indígenas, como se verá a continuación.
San Andrés del Teúl y Colotlán
Las colonias de San Andrés del Teúl y Colotlán fueron establecidas en el valle de Teúl-Jerez, en las inmediaciones de la Sierra Madre Occidental, para contener las incursiones de los indios que convirtieron las sierras y barrancas en su lugar de refugio. La región había estado habitada desde tiempos prehispánicos por zacatecos en la porción norte; tepehuanes y tepecanos en la parte central, y cazcanes en el extremo sur, siendo estos últimos los que poseían la densidad de población más alta y la organización sociopolítica más compleja. Durante las primeras cinco décadas de contacto la región sufrió cambios profundos en la composición étnica y la densidad de población: la Guerra del Mixtón, la Guerra Chichimeca, una rebelión de guachichiles en 1560, así como las epidemias en 1542 y 1545 dieron como resultado un dramático descenso de la población, de tal suerte que, para 1580, las Relaciones Geográficas consignaron que el valle se encontraba prácticamente despoblado.
El fin de la Guerra de Mixtón dio paso a un lento poblamiento español de la región. El primer asentamiento fue el pueblo de Tlaltenango, establecido en 1542 a unos kilómetros al norte de Teúl. No fue sino hasta 1569, con la fundación de Jerez de la Frontera, que empezó un proceso de colonización española mucho más dinámico. Asimismo, es posible que entre 1560 y 1590 se hayan creado algunos asentamientos de indios cazcanes y zacatecos en Colotlán, Santa María de los Ángeles, Huejúcar y el propio Tlaltenango.
La relativa estabilidad lograda en las tierras septentrionales hacia la década de 1590 llevó a las autoridades a reforzar el poblamiento indígena en el Valle de Teúl-Jerez. Así, a los incipientes asentamientos indígenas se sumaron las dos colonias tlaxcaltecas establecidas en 1591: Teúl, cuya ubicación obedeció a los intentos de contener las incursiones de los indios zacatecos refugiados en las «sierras de San Andrés» que dirigían frecuentes ataques contra el real de minas de Chalchihuites, a tan solo 5 o 6 leguas de distancia; San Luis Colotlán, en cambio, se estableció junto a dos asentamientos de indios «chichimecos», por lo que el pueblo quedó formado a partir de entonces por tres barrios de indios: Nueva Tlaxcala, Soyatitan y Tochopa.
Aunque separadas por poco más de cien kilómetros, estas dos colonias tuvieron un desarrollo casi paralelo. Por ejemplo, no más de seis meses después de haber sido establecidas, ambas sufrieron los ataques de una confederación de indios tepeques, zacatecos y huicholes que dieron sobre San Andrés asesinando cerca de cien indios de paz, entre los que se contaban alrededor de 60 tlaxcaltecas. Días después atacaron también Colotlán, si bien aquí hallaron a los indios prevenidos, por lo que el desastre fue menor. Este hecho obligó a los sobrevivientes de San Andrés a refugiarse en Chalchihuites, donde establecieron su residencia permanente, a pesar de la oposición mostrada por los residentes españoles del real de minas.
La estrategia de reforzar el poblamiento indígena de la región estableciendo dos colonias tlaxcal- tecas corrió a la par de un redoble de esfuerzos por parte de los franciscanos de la entonces custodia de Zacatecas, que desde hacía varias décadas trabajaban en la evangelización de los indios. Así, a la fundación de los conventos de Teúl y Chalchihuites —en 1536 y 1583, respectivamente— siguieron las fundaciones de Mexquitic y Colotlán el mismo año de arribo de los tlaxcaltecas. El ritmo de la fundación de misiones se aceleró luego de 1603, cuando la custodia fue transformada en la Provincia de San Francisco de Zacatecas. Así, en 1606 establecieron el convento de Guazamota; para 1616 se sumaron Chimaltitlán, San Juan Bautista de Mexquitic y Canatlán; Atotonilco en 1619, Camotlán en 1642, Huejuquilla en 1649, Milpillas en 1702, ajas al año siguiente, y Tezocuautla en 1733. Como bien ha señalado Laura Magriñá, la ubicación de los conventos franciscanos obedecía a la intención de establecer un «cinturón de contención» alrededor del Nayar, al mismo tiempo que servían como base para los misioneros que trataban de adentrarse en la sierra.
Para supervisar el buen desarrollo de la empresa colonizadora se creó el puesto de capitán protector y justicia mayor de las fronteras de Colotlán y Sierra de Tepeque, que habría sido ocupado por Miguel Caldera hasta su muerte en 1597. Durante el siglo XVII, el nombramiento recayó en militares españoles de bajo rango designados por el virrey, quienes además de encargarse de hacer llegar los bastimentos y provisiones con que se apoyaba a las misiones de reciente creación, tenían a su cargo «el amparo, conservación y defensa de los indios congregados y reducidos de paz» en los pueblos de la frontera de Colotlán, así como de los que en adelante se formaran.
De modo similar a los indios de San Esteban, a lo largo de los siglos XVII y XVIII los tlaxcaltecas de Colotlán y Chalchihuites como soldados fronterizos prestaron diversos servicios tanto ofensivos como defensivos para contribuir a mantener la paz en la región: vigilaban los caminos, realizaban rondas nocturnas en sus pueblos, participaban en la persecución de indios insumisos y apoyaban la represión de indios domésticos. Sin embargo, es importante señalar que en la región de Colotlán y Chalchihuites la participación como milicianos no estuvo limitada a los tlaxcaltecas y sus descendientes. Por el contrario, a lo largo del siglo XVII un número importante de pueblos establecidos en las inmediaciones de la sierra del Nayar desarrollaron también sus propias milicias de indios. Así, a comienzos del siglo XVIII la jurisdicción del capitán protector de las «fronteras de Colotlán» incluía cerca de 12 pueblos de indios de habla nahua y tepehuana mayormente, mientras que en los pueblos más occidentales habitaban al parecer indios huicholes y coras que habían dejado la sierra. Todos ellos, en su calidad de fronterizos, se reputaban también soldados flecheros.
¿Cómo fue que estos pueblos de indios llegaron a tener también su propia milicia? Eugene B. Sego ha señalado que estas milicias se formaron debido a que los privilegios de los tlaxcaltecas asentados en Colotlán y Chalchihuites —relativos a la posesión de armas y a la exención de tributo— se hicieron extensivos a todos los pueblos de las fronteras sujetos al capitán protector, aunque no precisa cuándo o por qué motivos. Sin embargo, en diversos momentos del siglo XVII algunos pueblos de indios de la jurisdicción alegaron que su calidad de «soldados y fronterizos» les había sido otorgada desde la fundación de sus pueblos —incluso antes de la llegada de los tlaxcaltecas a Colotlán— por el capitán Miguel Caldera.
De acuerdo con las versiones de los indios, al tiempo de pactar la paz con diversos jefes nativos (lo que incluía la entrega de regalos a los principales, así como la promesa de abastecimiento en el futuro), Caldera les había pedido que contribuyeran, como vasallos del rey, a defender la tierra de los ataques de indios insumisos. Así lo aseguraron en 1681 los indios de Temastián, Totatiche y Guexotitlán, quienes declararon ante el virrey que desde hacía más de ochenta años «en que el capitán Miguel Caldera fundó estos pueblos y presidios para defender las invasiones de los chichimecos gentiles» se habían ocupado de servir al rey «en este ministerio de guerra defensiva, acudiendo a sus expensas y sin sueldo alguno a todas las invasiones que se ofrecen que son tan ordinarias por los muchos chichimecos que hay circunvecinos enemigos», situación que los obligaba a estar la mayor parte del año «con las armas en la mano y a la orden de los protectores para resistir dichas invasiones».
Gracias a estos servicios, los flecheros afirmaban que el número de «chichimecos gentiles» que se reducían «de paz y a la educación de nuestra santa fe católica» iba cada día en aumento y que «a imitación de estos se espera vengan otros más». Unas narraciones similares hicieron los indios de Tensompa y Huejuquilla en 1696, afirmando que, desde que el capitán Caldera los había persuadido de la conveniencia de volverse cristianos y establecerse en pueblos, habían recibido nombramiento de «soldados de su majestad y fronterizos» así como «todas las tierras que poseían y poseen».
El hecho de que se trate de narraciones tardías hace dudar de la veracidad de estos dichos, en tanto no existen otros registros documentales que confirmen estas aseveraciones. Sin embargo, a decir de Philip W. Powell, Miguel Caldera efectivamente llevó a cabo una campaña de pacificación en la región de Colotlán hacia 1585, llegando incluso hasta las tierras nayaritas.
No es lejano pensar que en los asentamientos de indios establecidos por mediación de Caldera los propios naturales se hayan hecho cargo de la defensa de la tierra en tanto se hallaban ubicados en una frontera de guerra, que además contaba con una escasa presencia española. Lo cierto es que, ya en 1606, el visitador de Guadalajara Gaspar de la Fuente reportó que en la región de Colotlán y Tlaltenango se hallaban asentados diecisiete pueblos de indios de paz, de los cuales solo doce pagaban tributo, pues los cinco restantes estaban situados en frontera de guerra, prestando servicio en aquellas ocasiones en que era necesario. Otros trece pueblos, en la Sierra de Tepeque, no estaban sujetos ni al pago de tributo ni a dar mano de obra.
Es posible que este esquema de pueblos fronterizos que se hacían cargo de contener las incursiones de los indios no sometidos a cambio de la exención tributaria se haya aplicado en todas las misiones franciscanas establecidas a lo largo del siglo XVII. No es lejano pensar que, a la vista de sucesos como lo ocurrido en San Andrés del Teúl en 1592, los indios reducidos a misiones se negaran a dejar sus armas. Los franciscanos, por su parte, presumiblemente habrían mostrado débiles intenciones por desarmar a los indios, en virtud del escaso interés de las autoridades virreinales para proporcionar los medios materiales y humanos que garantizaran la protección y defensa de estos nuevos vasallos. Por el contrario, tal parece que cada pueblo de misión establecido por mediación de los franciscanos imitaba el esquema de fundación empleado por Caldera: los indios congregados se integraban al esquema de pueblos fronterizos ya existentes en la región, lo que si bien obligaba a los indios a participar en la defensa de la tierra, les generaba también algunos beneficios: el apoyo con alimento y vestido al que se hacían acreedores como indios de misión, y el más importante, la exención de tributo.
Así, aunque la documentación no es explícita sobre este asunto, todo indica que en estos pueblos de frontera operó una conmutación del servicio personal y del pago de tributo por la obligación de guardar la frontera y dar la gente de guerra necesaria para las incursiones ofensivas y punitivas contra los indios insumisos y rebeldes, similar al acuerdo establecido por la Corona con otros pueblos de frontera en diversas latitudes de la América colonial.
En los albores del siglo XVIII encontramos que en las fronteras de Colotlán prácticamente cada pueblo contaba con su propia milicia de flecheros, de la que formaban parte todos los hombres competentes en el uso del arco y la flecha. Además de ocuparse de la seguridad de sus propios pueblos, con frecuencia eran requeridos por el capitán protector para auxiliar en la persecución de ladrones de ganado, salteadores de caminos o indios insumisos que atacaban los ranchos españoles. La existencia de estas diversas milicias de flecheros, independientes una de otra y que no reconocían más autoridad que su capitán protector, permitía a este y a sus tenientes mantener una precaria paz en la región, recurriendo a los flecheros de un pueblo para acallar los disturbios ocurridos en otros pueblos también sujetos a su jurisdicción.
No obstante, esto no evitó que, en ocasiones excepcionales, existieran alianzas entre distintos pueblos que pusieron en jaque a las autoridades españolas, como ocurrió durante la rebelión de 1702, cuando los indios de Nostic convocaron a numerosos pueblos de la sierra a rebelarse en contra del teniente de capitán protector don Mateo de Silva, a quien acusaban de no querer reconocer a los gobernadores electos y de favorecer el asentamiento de españoles en las tierras de los indios56. De tal suerte que, a fines de julio de ese año, los indios de Nostic, en alianza al parecer con los de Mexquitic y los barrios chichimecos de Colotlán, vestidos «a usanza de guerra» (embijados, semidesnudos, con plumas en la cabeza y arco y flecha en mano), cayeron sobre la cabecera y asesinaron a Silva.
La violencia llegó a su clímax la madrugada del 6 de septiembre, cuando cerca de dos mil indios atacaron la villa española de Tlaltenango organizados en tres líneas: las dos primeras de flecheros de a pie, y la tercera de caballería. Con tales fuerzas, mantuvieron cercada la villa durante tres días, hasta que llegaron refuerzos de Jerez y Monte Escobedo que pusieron en fuga a los rebeldes, dando muerte a cerca de cuarenta indios.
Restaurar la paz en la región luego de la rebelión de 1702 fue una tarea compleja, en la que jugaron un papel destacado los milicianos tlaxcaltecas, quienes actuaron no solo como soldados sino también como guías, intermediarios e intérpretes. Y aunque se alzaron diversas voces señalando la conveniencia de desaparecer estas milicias, los indios de Colotlán continuaron prestando servicio militar durante todo el periodo colonial. Por ejemplo, la campaña de conquista de la sierra del Nayar contó con una numerosa participación de estas milicias; de igual modo, los intentos de sublevación de los indios nayaritas en los años posteriores a la conquista de la sierra persuadieron a las autoridades de la utilidad de mantener estas fuerzas: así, en 1723, 1724, 1758 y 1767 soldados flecheros de diversos pueblos de Colotlán acudieron a sofocar disturbios de diversa magnitud en las misiones y sierra nayarita.
Entre las milicias de las fronteras de Colotlán también se extendió el uso de arcabuces y alabardas, aunque en fecha más tardía y sin llegar nunca a desplazar totalmente al arco y la flecha. Así, para 1702 solo el barrio de tlaxcaltecas de la cabecera de Colotlán, y los pueblos vecinos de Santiago y Santa María, contaban con arcabuceros entre sus milicianos: nueve en Tlaxcala, dos en Santiago y cuatro en Santa María. Para mediados del siglo XVIII el empleo de arcabuces se había extendido a otros pueblos de la jurisdicción; así, a la convocatoria del capitán protector para ir a pacificar a ciertos indios sublevados de San Andrés del Teúl en 1749, se presentaron 70 soldados de infantería de los tres barrios de la cabecera, más 26 a caballo armados de adargas, lanzas y escopetas y «no mal avío de municiones». A su paso por Santa María, se presentaron los capitanes de este pueblo y de Tlalcosagua y Huejúcar con sus banderas y listas de soldados flecheros y escopeteros, y al pasar vista de las armas el protector encontró que había «doce mil flechas bien acondicionadas, 90 escopetas con 28 libras de pólvora y 50 de balas, 230 adargas dobles y 8 lanzas» que presentaron 300 soldados, de los cuales escogió solo 200 para acompañarle. Para 1789, 21 de los 26 pueblos de las fronteras de Colotlán mantenían «cada una según su fuerza» doce o catorce hombres armados con escopeta, los cuales se formaban delante y detrás de las banderas para su custodia. No obstante, el grueso de los soldados seguían siendo flecheros, a excepción de los sargentos armados con alabardas. Solo los milicianos de los pueblos de San Sebastián, Santa Catalina, San Andrés del Teúl, San Andrés Coamiata y Camotlán —mismos que eran señalados como los más diestros en el uso del arco y la flecha— no usaban escopetas, pero en cambio estaban todos armados con adargas.
Los tlaxcaltecas lucharon durante décadas para mantener cierta preeminencia sobre el resto de soldados fronterizos. Los milicianos de Colotlán pretendían que todos los indios milicianos debían estar sujetos al capitán a guerra tlaxcalteco, del mismo modo que los pueblos debían reconocer como máxima autoridad al gobernador tlaxcalteco de Colotlán. Así, en diversas ocasiones los principales de Tlaxcala se quejaron ante el virrey de la poca obediencia y sumisión que mostraban los indios de la región frente a los tlaxcaltecos; como respuesta, en 1711, 1721, 1725 y 1764 obtuvieron del virrey órdenes para que todos los gobernadores y alcaldes de la frontera «se sujeten en lo justo y concurran en lo debido a los gobernadores de Tlaxcala»90. Tales órdenes evidentemente no tuvieron éxito, pues en la práctica los pueblos de la jurisdicción se negaron a reconocer tal superioridad a los de Tlaxcala.
No obstante, los capitanes protectores sí mostraron cierta predilección hacia los milicianos de Tlaxcala. Con frecuencia, los capitanes a guerra tlaxcaltecos eran comisionados por los protectores para actuar como negociadores o mediadores con indios rebeldes, o para hacer cumplir las disposiciones dictadas por el protector.
Por ejemplo, en 1693 Lucas Pérez, capitán de las milicias tlaxcaltecas de Colotlán, fue enviado con algunos indios al pueblo de Santa María para lograr la liberación del teniente del capitán protector, a quien tenían los indios «puesto de pie en el cepo de la cárcel, y con guarda de indios armados de arcos y flechas» por haber maltratado a un topil. Gracias a sus habilidades como negociador y a su «buen discurso», el capitán tlaxcalteco consiguió salvar la vida del teniente y restituirlo sano y salvo a la cabecera. Para 1702, durante la rebelión de los indios de Nostic, el mismo Lucas Pérez fue enviado nuevamente para tratar de apaciguar los ánimos y evitar el alzamiento; pero para su desgracia, en dicha ocasión no tuvo éxito y perdió la vida a manos de los rebeldes, que lo acusaron de estar aliado con los españoles que los agraviaban.
Quizá el caso más sorprendente que muestra la confianza que las autoridades españolas depositaban en los capitanes tlaxcaltecos sea el de la campaña organizada en 1718 por el capitán protector de Colotlán Matías Blanco de Velasco, quien, teniendo noticia de que algunos indios habían invadido poblaciones cerca de Mezquitic, matando alguna gente, y refugiándose en la sierra de Chapultepec y sierra de los Michis, ordenó que salieran en campaña las compañías de Colotlán y Mezquitic a recorrer la sierra para capturar y castigar a los enemigos. La expedición se formó con no menos de 35 indios, y aunque era obligación de Blanco encabezarla, el capitán protector señaló que se hallaba enfermo e imposibilitado para asistir, por lo que comisionó al miliciano tlaxcalteca Bernabé Lozano para que fungiera como capitán durante los quince días que duró la expedición. Lozano recibió además nombramiento de escribano de guerra, para que llevara registro de la campaña, así como la lista de los soldados «ttodo lo que se ofrezca». El capitán protector cuidó además de redactar detalladas instrucciones de la forma en que debía llevarse a cabo la campaña: el modo en que marcharían los hombres con espías que registraran por adelantado el terreno; la forma de ejecutar los albazos para dar sobre el enemigo; la disciplina con que debía recogerse la tropa durante la noche, así como el número de centinelas que debían apostarse, su ubicación e, incluso, los castigos que recibirían quienes faltaran a sus obligaciones. Estas órdenes se entregaron al cabo de la milicia de Tlaxcala con indicación de que las leyera a los soldados todos los días que durara la campaña. Matías Blanco quedó sumamente complacido con la actuación de los indios, por lo que los premió inhibiéndolos de la autoridad de las justicias y tenientes de capitán protector, señalando que, en adelante, cualquier causa referente a estos indios sería atendida por él personalmente.
Así, en los pueblos de las fronteras de Colotlán, los cargos de capitán a guerra y oficiales de las milicias eran tanto o más codiciados que el de gobernador, debido a las ventajas políticas que estos podían reportar. En la práctica tenían igual o mayor peso que los gobernadores; así, se afirmaba que los cargos de gobernador y capitán a guerra eran tenidos como «los más honoríficos en el referido pueblo».
A su favor estaba también el hecho de que los cargos eran vitalicios, a diferencia del gobernador y otros funcionarios del cabildo, cuya duración estaba limitada a un año (si bien había posibilidades de reelección). Fungir como capitán a guerra permitía a los indios ser el vínculo entre su capitán protector y los milicianos de los pueblos, obteniendo con ello un trato preferencial, a más de prestigio y reconocimiento social.
Así como los cargos de oficiales de milicias daban a los indios que los ejercían ascendencia al interior de sus comunidades y con la autoridad española, el hecho de que los milicianos de Colotlán estuvieran sujetos exclusivamente al capitán protector también daba a este funcionario un importante poder e influencia a nivel regional. Solo él o sus tenientes podían convocar directamente a los indios para que tomaran parte en alguna acción militar, por lo que los alcaldes mayores, corregidores o capitanes de presidio que requirieran del auxilio de los flecheros debían necesariamente acudir ante el capitán protector para que este a su vez convocara —si lo creía conveniente— a los indios milicianos. Asimismo, solo él podía juzgar los delitos cometidos por los indios, incluso en aquellos casos en que se vieran involucrados vecinos de otras jurisdicciones.
Por tanto, para las autoridades españolas de las jurisdicciones vecinas, los indios de Colotlán representaban una fuerza militar, pero también laboral, de la que no podían hacer uso y sobre la cual no tenían ninguna injerencia. Por ello, vieron siempre con malos ojos a los capitanes protectores y con frecuencia emitieron abiertamente sus quejas contra estos funcionarios, señalados por hacer mal uso de su jurisdicción. En varias ocasiones se les acusó de cobrar derechos excesivos e indebidas exacciones a los indios y, al mismo tiempo, de tolerar sus vicios y embriagueces, su vida poco cristiana e incluso los robos y otros delitos que cometían en las haciendas de españoles, con tal de mantenerlos contentos y sumisos. Más grave aún fue el caso del protector que, en un pleito de jurisdicción con el corregidor de Bolaños, se aprovechó de su autoridad sobre los flecheros para amedrentar a sus contrarios. Así, en 1761 el protector Javier Gatuno Lemus dio al tlaxcalteca José Calixto de la CruzPacheco, escribano de guerra de Colotlán, el título de juez comisario, enviándolo al mando de poco más de cien flecheros a la hacienda de un español partidario del corregidor para intimidarlo y exigirle que «rindiera obediencia al capitán protector de Colotlán». Este y otros casos muestran que no fue extraño que los capitanes protectores emplearan su poder y autoridad sobre las milicias de flecheros para favorecer sus propios intereses.
A través de estos ejemplos podemos ver cómo fue que las milicias tlaxcaltecas de San Esteban del Saltillo, Chalchihuites y Colotlán contribuyeron a lo largo de los siglos XVII y XVIII a mantener la paz en sus respectivas regiones y a consolidar los dominios del monarca católico. Aunque la historiografía se ha ocupado extensamente del papel de los tlaxcaltecas como pacificadores y pobla- dores del septentrión, es necesario no obviar que tal labor se apoyó en el ejercicio constante de las armas. La formación y manutención de milicias indígenas que apoyaban de manera permanente las labores ofensivas y defensivas regionales sin duda implicó un esfuerzo importante, en hombres y recursos, para las colonias tlaxcaltecas. Sin embargo, como se ha visto, les reportó también diversos privilegios políticos, al tiempo que contribuía a acrecentar el prestigio social de los «leales tlaxcaltecas».
La llegada de las reformas gubernamentales y las reordenaciones jurisdiccionales que se llevaron a cabo a partir de 1777 traería consigo la separación los destinos de estas milicias tlaxcaltecas. En el caso de San Esteban, el comandante de las Provincias Internas Teodoro de Croix ordenó, hacia 1779-1780, que se formaran milicias de vecinos españoles en la villa de Saltillo. Los tlaxcaltecas integraron un escuadrón de dragones provinciales que, junto con otros dos establecidos en Saltillo, en adelante tomarían a su cargo la defensa del valle y la persecución de los indios enemigos. Los de Colotlán y Chalchihuites, en cambio, aunque padecieron diversos intentos por eliminar su estatus de soldados flecheros y suprimir las milicias indias, lograron sortear estos embates, sobreviviendo incluso los primeros años del siglo XIX, si bien vieron limitadas sus funciones, así como su poder y su influencia local.
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